miércoles, 13 de mayo de 2020

Cuando Imitamos


Lo hacemos desde que nacemos, y no dejamos de hacerlo nunca, aunque hay épocas de nuestra vida en que este proceso de imitación está mucho más arraigado que en otras. Imitamos a las personas que admiramos, y rehuimos imitar aquellas que no nos agradan, pero puede ser que también las acabemos imitando, aún sin querer.

Y con todo ello creamos nuestra auténtica personalidad, única e inimitable, aunque muchos de sus aspectos serán asimismo imitados por otros. ¿Qué conseguimos con tanta imitación?

LOS NIÑOS, LOS MEJORES IMITADORES DEL MUNDO
No nos resulta nada extraño, cuando vamos por la calle, ver niños y niñas que imitan los gestos, las palabras y el andar de sus padres y madres o los de otras personas con quienes por algún motivo se sienten o se quieren sentir identificados. Tampoco resulta extraño ver a niños y niñas imitándose entre sí o a bebés de pocos meses imitando gestos de adultos con su carita. 

Al nacer, disponemos de un cerebro en construcción, de unos circuitos neurales que se van estableciendo y madurando y de unos programas génicos que nos permiten alcanzar y superar las diversas etapas de nuestro desarrollo –niñez, adolescencia, juventud, madurez–, lo que incluye algunos comportamientos específicos y la maduración de las emociones, la sexualidad y la capacidad de raciocinio, entre muchos otros aspectos que nos permiten encajar en la sociedad. Pero, a pesar de este hardware ineludible, que poseemos todos con independencia de donde hayamos nacido o de la cultura en que vivamos, buena parte del software lo tomamos del entorno, un software que funciona a través del hardware de cada uno –porque cada persona tiene uno ligeramente diferente al de los demás, en función de su genoma, su cerebro...–. Y qué mejor manera para encajar en nuestro entorno que imitar los comportamientos de las personas que ya encajan en él.

¿Tan imitadores somos? Empecemos con un pequeño experimento. Victoria Horner y Andrew Whiten, responsables de un centro de acogida para crías de chimpancé huérfanas situado en la isla de Ngamba, en el lago Victoria (Uganda), quisieron medir la capacidad de raciocinio de estos animales a partir de su ya conocida capacidad de aprendizaje por imitación.

A un grupo les mostraron una caja negra con un agujero en la parte superior y otro a un lado completamente abierto. Primero, les mostraron cómo introducían y sacaban un palo varias veces por el orificio superior sin sacar nada, y después introdujeron una sola vez el palo por el orificio lateral y con él extrajeron una porción de alimento, no accesible desde el superior (los chimpancés usan palos para obtener alimento, como por ejemplo sus muy apreciadas y nutritivas termitas). Para poder obtener el alimento, todas las crías imitaron todos los pasos realizados por los experimentadores. A un segundo grupo, en cambio, les mostraron una caja transparente, con los mismos agujeros, y realizaron el mismo experimento, de manera que podían ver lo que sucedía dentro de la caja. En estas condiciones, todos los chimpancés del segundo grupo omitieron los primeros pasos y directamente introdujeron el palo por el orificio lateral para obtener el alimento. 

Hasta aquí, todo muy lógico: los chimpancés, nuestros parientes evolutivos vivos más cercanos, son capaces de imitar lo que ven y, al mismo tiempo, están dotados de un cierto raciocinio que les permite obviar pasos innecesarios.

La sorpresa vino cuando se repitió el experimento con humanos de 2-3 años de edad de una guardería escocesa e, independientemente, de una de Pittsburgh, en Pensilvania (EE.UU.). En vez de ­introducir un palo por los orificios de la caja, a los niños se les enseñaba a hacerlo con los dedos, y en lugar de comida para chimpancés había golosinas. Tanto en el grupo de niños que utilizó una caja negra como en el que utilizó una transparente, el 80% repitió todos los pasos de los experimentadores, incluidos aquellos completamente inútiles, a pesar de que podían ver en la caja transparente que en ese compartimento no había golosinas. 

Los resultados se publicaron en el 2005 en Nature, y la revista se preguntó:

“¿Son los chimpancés unos imitadores más racionales que los niños?”. 

La respuesta es que los niños, las crías de nuestra especie, son los mejores imitadores del mundo.


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