Desde que nacemos, lo habitual es que las personas que nos cuidan
traten de hacernos partícipes de su manera de pensar. Pueden hacer esto de una
manera abierta, manifestándolo directamente, o indirecta, solo permitiéndonos
contacto social con las personas que siguen su misma línea de pensamiento y no
hablando demasiado bien de las que se oponen.
Es difícil saber si somos libres para pensar. Lo cierto es
que estamos condicionados por lo que hemos vivido y habitualmente lo
tomamos como punto de partida para construir el resto del mapa que configuran
nuestros pensamientos. Así, este condicionante ha penetrado tan hondo en
nosotros que puede costarnos una gran cantidad de esfuerzo y tiempo
determinar cuánta y cómo ha sido su influencia.
Esto significa que es difícil opinar o pensar de una manera
distinta a la que estamos acostumbrados. Hacerlo probablemente supondría
poner en cuestión otros aspectos que van más allá de la parcela que nos ha
elicitado ese pensamiento. Sería como arriesgarnos a que ocurriera un
pequeño o gran terremoto.
Sin embargo, pensar libremente sería “salirse” de cualquier opinión
o forma de vida conocida, cuando en realidad, estamos acostumbrados a coincidir
y agruparnos en semejanza de opiniones. Bien mostrando acuerdo hacia lo
que piensan “los nuestros” o bien mostrando desacuerdo hacia lo que piensan
“los otros”.
Sin duda, nuestros progenitores fueron un referente -bueno o malo- en
algún momento. Así aunque más tarde, nos desmarquemos de lo que nos
enseñaron, siempre quedará en nosotros esa forma particular de ver la vida
nuestros padres nos enseñaron. Podemos diferenciarnos mucho de ellos respecto a
tendencias o matices, pero si buscamos en nosotros mismos, encontraremos
valores, opiniones, sentimientos y actitudes, que reconoceremos en ellos
también.
Esto también nos condiciona para no ser “libres” pensando. No
partimos de “cero”, sino desde una educación y de unas vivencias de la infancia que
nos predisponen para enfrentar el resto de acontecimientos que se nos
presenten.
Por otro lado, desde la infancia, todo nuestro contexto
social, cultural, político y familiar, nos transmite claramente lo que se
espera de nosotros. Es decir, nos van indicando cual es nuestro sitio, o
lo que es lo mismo, el lugar que la vida espera que nosotros ocupemos.
Por otro lado, crecemos inmersos en una cultura, con sus ideales y
formas particulares de vivir. Sin duda, esto es lo que en gran
medida nos aporta cierta seguridad y bienestar, ya que lo hemos hecho así
durante muchos años y al final hemos creado una manera particular de identificación.
En muchos casos, no nos atrevemos a romper la “zona de confort” en
la que hemos crecido, ya que nos aporta protección y comodidad.
Nos quedamos quietos a pesar, de que a veces no nos sintamos dueños de
nuestra vida, sino parte de una tradición o forma de vivir “que siempre fue
así”.
Ser libre de pensamiento significa ser diferente a la mayor parte de las
personas que te rodean, sentirse un “bicho raro” y, asumir que no vamos a
coincidir de manera absoluta con nadie. Significa entender que ese precio, que
en determinadas ocasiones nos puede parecer muy grande, es el que tenemos que
pagar por configurar nuestra propia identidad.
Para ello, te animamos a salir de tu zona de confort, a romper
y cuestionar las tradiciones de toda la vida, ser creativo para
atreverte a pensar diferente y no a favor o en contra de las posturas más
conocidas. Es en esta determinación donde reside tu libertad.
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