Son perfeccionistas. Pero no por tener un honesto compromiso con lo bien
hecho, sino como estrategia para protegerse de la autocrítica ante el más
mínimo error cometido.
Además, son excesivamente susceptibles a la crítica o a la desaprobación
de los demás, en la que ven reflejado su propio y doloroso conflicto interno.
Esa parte autocrítica de la personalidad está respaldada por emociones
que parecen justificarla, que la muestran “razonable”: frente al error propio o
ajeno, automáticamente surgen el enojo o el disgusto y entonces la opinión
desfavorable (es decir, la crítica), parece lógica y natural.
Si una persona con estas características toma consciencia de su
situación, si se da cuenta de que su autocrítica sólo le provoca dolor sin
ayudarle realmente en ningún aspecto de la vida, tal vez se diga: “Bueno,
tendría que dejar de ser tan autocrítico” o “Debería comenzar a tratarme con
más consideración”, lo que no es más que nuevamente el mismo mecanismo muy,
pero muy sutilmente disfrazado: observar el propio “error” y reclamarse a sí
mismo por cometerlo.
Pero entonces, ¿qué hacer con este rasgo de la personalidad con el que
honestamente no estamos conformes, que sinceramente queremos abandonar, si al
señalárnoslo como inapropiado estamos actuando desde la autocrítica que nada
resuelve? Más precisamente, ¿qué hacer con el crítico que llevamos dentro si al
cuestionarlo o criticarlo en realidad le estamos dando el control y lo fortalecemos?
La respuesta a esta pregunta me pareció desconcertante e inesperada. No
parece ser la solución lógica de este problema. Pero por ser la respuesta
correcta, ciertamente también está respaldada por la lógica.
Veamos: esta parte crítica (o autocrítica) de la personalidad, la que,
disfrazada de saludable perfeccionismo, sólo provoca dolor al calificar de
insuficientes todos nuestros esfuerzos y resultados ya que, “lógicamente”,
siempre podrían haber sido superiores o mayores o mejores, esa parte
crítica está herida. Se trata de una parte lastimada, triste y enojada,
precisamente porque se formó de la crítica recibida por el niño que fuimos.
Y es legítimo e inevitable que un niño así lastimado por adultos, se
sienta dolido, triste y enojado. Y es comprensible que se exprese con el
lenguaje y con los códigos aprendidos de la crítica sin amor. Y un niño así
lastimado, que no recibió el sano estímulo del amor y la aceptación
incondicionales, no merece de nuestra parte nuevas críticas y maltratos para
“corregirlo”, sino que le corresponde (y lo reclama, a su manera) que
simplemente lo aceptemos y que lo amemos.
El amor es lo único que puede devolverle (¡que puede devolvernos!) la
paz, el equilibrio y la alegría.
Y esta conclusión no sólo vale en nuestro interior. Cuando finalmente
entendemos esta situación que tiene lugar dentro nuestro, cuando comprendemos
que la única respuesta eficaz contra la propia crítica o la autoagresión es el
amor hacia nosotros mismos (especialmente hacia nuestra parte crítica),
inmediatamente apreciamos el alcance universal de esta conclusión.
Comenzamos a comprender cuál es la verdadera condición del “agresor”:
alguien que en realidad se castiga a sí mismo, alguien que necesita con urgencia
darse y recibir su propio amor, alguien que es incapaz de dar amor a los demás
y de recibirlo porque recrea o proyecta en ellos su propio drama interno, y,
finalmente, alguien como nosotros, que sólo necesita amor…
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