El sentido subjetivo del tiempo hace que tengamos una noción del
pasado, del presente y del futuro. Lo utilizamos para entender el curso y la
duración de los acontecimientos, situarlos en su momento y generar expectativas
sobre ellos. Nos sirve también para cosas como apreciar la velocidad de lo que
se mueve, valorar el tamaño de un objeto cuando lo exploramos por el tacto, o
ejercer la prosodia, el mensaje emocional que va en la entonación y el curso de
las palabras habladas. Nuestra sensibilidad para percibir y responder al tiempo
está implicada también en tareas mentales complejas, como atender a lo que
pasa, pensar para solucionar problemas o tomar decisiones, planificar el futuro
o incluso entender las mentes ajenas.
La percepción subjetiva que tenemos del tiempo es influenciada por
muchos factores externos e internos a nuestro organismo. El tiempo vuela cuando
lo estamos pasando bien, cuando nos gusta lo que hacemos, cuando estamos motivados,
cuando lo que hacemos es novedoso o cuando estamos ocupados. Las experiencias
previas también influyen en nuestra percepción del tiempo. Eso es lo que ocurre
cuando, por ejemplo, una película nos parece más corta al verla por segunda
vez. Contrariamente, el tiempo pasa más lentamente, es decir, se nos hace más
largo, cuando lo estamos pasando mal, cuando esperamos con impaciencia, cuando
tenemos prisas, cuando estamos enfermos, cuando nos duele algo o cuando estamos
cansados o incómodos. Se nos hace asimismo eterno cuando llevamos una carga
pesada encima y, sobre todo, cuando estamos en peligro. También apreciamos su
curso como más lento cuando nos aburrimos y, especialmente, cuando le prestamos
atención, es decir, cuando estamos pendientes de él. Si no le hacemos caso, el
tiempo transcurre más rápidamente. Nuestra percepción subjetiva del tiempo
depende mucho de la situación emocional en que nos encontremos. Si estamos
emocionados nos equivocamos mucho al valorar el tiempo transcurrido. Eso
es lo que pasa cuando llega por fin la persona o la noticia ansiosamente
esperada y sentimos que la hemos esperado una eternidad, cuando en realidad fue
mucho menos tiempo. Del mismo modo, si tenemos prisa sentimos que el autobús
tarda mucho más en llegar y que el semáforo está mucho más tiempo en rojo.
Cuando estamos disgustados el tiempo pasa también con más lentitud.
Buena parte de las percepciones que tenemos son posibles gracias a
receptores especializados de nuestro organismo que captan los estímulos
correspondientes y los convierten en señales eléctricas que envían al cerebro.
Así, para percibir la luz o el color disponemos de los ojos y la retina y para
percibir los sonidos del órgano de Corti en el oído interno. Sin embargo, para
percibir el tiempo no disponemos de ningún órgano especializado semejante a
esos otros. No tenemos, por así decirlo, un reloj o medidor biológico que
informe a nuestro cerebro del tiempo transcurrido, lo que complica nuestra
comprensión de cómo lo consigue. Pero es bien cierto que todos tenemos un
sentido del paso del tiempo que nos hace distinguir muy bien lo que pasó hace
años o días de lo que pasó hace un rato o acaba de suceder. Precisamos más
todavía, pues podemos distinguir minutos de segundos y éstos de milisegundos.
Nuestro cerebro tiene relojes biológicos, como el núcleo
supraquiasmático del hipotálamo o la glándula pineal, que controlan los ciclos
de sueño y vigilia y la producción de hormonas y neurotransmisores que influyen
en nuestra fisiología y comportamiento. Pero esas estructuras, aunque
colaboran, no son las encargadas de percibir el tiempo subjetivo. Hay también
marcadores o circunstancias externas que nos ayudan a hacerlo, como los relojes
artificiales, los cambios de la luz del día o incluso el ver crecer a los hijos,
en diferentes escalas temporales. Y también los hay internos, como el propio
ciclo de sueño y vigilia, la atención que prestamos a la duración de los
eventos o incluso la vejiga de la orina, que nos marca tiempos de evacuación
que pueden servirnos de referencia. Pero todo eso no es suficiente pues la
mayor incógnita sigue siendo cómo el cerebro representa y percibe el paso del
tiempo.
Una clave para descubrirlo la tenemos en los diferentes sentidos, pues
el tiempo que percibimos tiene mucho que ver con ellos. Por ejemplo, evaluamos
con más precisión lo que dura un sonido que lo que dura una imagen visual o un
estímulo olfatorio. Lo cual no es extraño, pues, por su naturaleza, el sistema
auditivo es el sistema sensorial humano con más especialización y capacidad
para percibir el tiempo. De ahí que un sencillo truco para percibir con
precisión la duración de un evento corto consista en evocar mentalmente una
canción conocida que nos sirva de referencia temporal. Pero la evaluación del
tiempo transcurrido es siempre mejor cuando combinamos diferentes modalidades
sensoriales. De ese modo, para evaluar la duración de una nota musical nos
puede ayudar el ver la nota escrita durante el mismo tiempo que la oímos.
Igualmente, el ver al músico que interpreta la melodía puede permitirnos
evaluar su duración con más precisión que si sólo la oímos. Nuestra capacidad
para formar recuerdos es otro componente esencial de la percepción del tiempo,
pues la memoria es siempre necesaria para medirlo. Una de las cosas que pierden
los enfermos amnésicos es precisamente capacidad para percibir el tiempo, tanto
de periodos cortos como largos del mismo.
Todo ello nos hace pensar que en el cerebro humano no existe un único
reloj biológico que marque el tiempo subjetivo, sino quizá diferentes relojes
que incluso pueden no estar sincronizados. De hecho, son muchas las partes del
mismo que han sido involucradas en la percepción del tiempo. Entre ellas
podemos citar, además de las cortezas auditiva y visual, la corteza prefrontal,
los ganglios basales e incluso el cerebelo. Una amplia red de neuronas podría
estar entonces implicada en la percepción subjetiva del tiempo. Con todo, hay
una cierta especialización funcional, pues sabemos, por ejemplo, que la corteza
visual es necesaria para que percibamos la duración de una imagen pero no para
percibir la de un sonido. Sin embargo, todavía no sabemos cómo puede
representarse en esa o en otras partes de la corteza cerebral el tiempo
percibido para cada evento. El cómo esa representación ocurre podría explicar
mucho de lo que conocemos por experiencia sobre la percepción del tiempo, como
el que nos equivocamos más cuando los tiempos a medir son más largos o, como ya
dijimos, cuando no le prestamos suficiente atención a la duración de lo
que sea. El cerebro, en cualquier caso, debe de funcionar bien para que podamos
percibir el tiempo con precisión. Los niños de menos de ocho años tienen una
precisión temporal pobre, debido probablemente a falta de madurez de los
circuitos neuronales que lo permiten, y al llegar la vejez hay también cambios
neuronales que hacen que los marcadores internos se enlentezcan haciendo que el
tiempo subjetivo pase más rápido. Es entonces cuando los años se hacen cortos y
la vida en general va más deprisa.
Las observaciones y razonamientos anteriores nos ayudan a comprender el
valor que tiene la percepción del tiempo en nuestras vidas. Es por ello que
controlar los factores que influyen en esa percepción resulta muy importante
para nuestra salud. Como muy bien ha explicado el profesor Ramón Bayés (El
reloj emocional; Barcelona: Alienta Ed. 2007), gestionar el tiempo interior, es
decir, el que apreciamos subjetivamente, es algo muy importante para conseguir
bienestar. El tiempo que percibimos no siempre coincide con el deseado. A veces
queremos que corra y en muchas ocasiones desearíamos detenerlo. Conocer sus
características y razonar sobre los factores que determinan el tiempo subjetivo
puede ayudarnos a equiparar el tiempo que sentimos con el esperado, o a
modificar nuestro sentimiento para adaptarlo al tiempo objetivo, al que marcan
los relojes. Cuando no es así se disparan los sistemas emocionales del cerebro
y si ello perdura se genera un estado de estrés que perjudica nuestra salud. El
lector debe recordar que en situaciones de estrés las glándulas suprarrenales
liberan hormonas como el cortisol que dañan el organismo ya que pueden producir
alteraciones cardiovasculares, depresión del sistema inmunológico y muerte de
neuronas en el cerebro. En general no es bueno estar muy pendientes del tiempo.
El trabajo a destajo o contrarreloj es un buen ejemplo, pues cuando se perpetúa
puede acabar castigando al organismo y debilitando la salud somática y mental
de quien lo realiza. Controlar nuestros tiempos o, por lo menos, tener la sensación
de que los controlamos, es un factor clave del bienestar somático y mental de
las personas.
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