Por un lado, porque el ser humano puede descubrir quién es él a través
de su actividad. Obrando y actuando conoce cualquier hombre quién es él en ese
momento.
Por otro lado, porque la naturaleza del sujeto protagonista de la
actividad, la persona humana, permite conocer las capacidades y potencialidades
de acción de dicha persona.
Sin embargo, algo a tener en cuenta con respecto a esto es que la
persona humana no viene “hecha” de fábrica sino que se encuentra siempre en
camino de perfeccionarse, de desarrollarse, de desplegar sus alas. En camino de
ser en plenitud lo que puede ser.
Este plantea un cierto problema, dado que si la persona sujeto de acción
es un “ser en desarrollo”, sus obras y sus actos siempre manifestará su estado
actual de desarrollo o de falta del mismo.
Entonces, ¿Cómo saber cuáles son nuestras potencialidades, nuestras
capacidades máximas o completas? ¿Cuál es nuestro máximo potencial? No podremos
saberlo, ciertamente, al conocernos en nuestra acción, pues allí conocemos
nuestro estado actual, pero no el posible.
El conocimiento de lo que somos, saber por fin quienes en verdad somos y
podemos ser, tiene, al menos, dos caminos adicionales al ya mencionado. Uno es
el acceder paulatinamente a un conocimiento filosófico del ser humano.
El otro, que nos interesa ahora, consiste en vernos
en los ojos de los que realmente nos aman.
Así, además de vernos en nuestras obras y
conocernos en las mismas, como se conoce al hacedor por su obra, también
podemos conocer quiénes somos (y quienes podemos ser) si nos vemos en los ojos
de aquellas personas que nos aman genuinamente.
Y aquí viene otra pregunta no menor: ¿Cómo saber
quién nos ama genuinamente?
El que nos ama no nos ve tanto como somos, sino
también como podemos ser.
Ve, a la vez y en una magistral síntesis, nuestra
realidad actual y nuestra realidad posible.
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