Apenas es posible imaginar una estructura social y cultural más
heterogénea que la del continente africano. Sin embargo, seguimos actuando como
si hubiera una sola África.
Pero también en el ámbito de la vida individual coqueteamos constantemente
con ese constructo de unidades, hablamos de un Yo y de una identidad, y todo a
sabiendas de que cada Yo es infinito, que oculta en sí una cantidad enorme de
facetas, y que la identidad no es más que una ficción, si bien extremadamente
necesaria. También en las relaciones personales –desde las amistades y las
historias de amor hasta el matrimonio y la familia– nos esforzamos mucho (a
veces incluso de mala gana) para recalcar nuestras diferencias. Sin embargo,
luego tenemos que comprobar que precisamente en el reconocimiento y el aprecio
de las diferencias podemos seguir desarrollándonos.
En la homogeneidad nos aburrimos rápidamente; la diferencia, en cambio,
nos aviva, nos inspira, nos incita a la actividad y a la creatividad. Visto
así, ¿no es la vivencia de la diferencia, en su núcleo, algo artístico?
Los artistas, como los etnólogos, experimentan que lo ajeno sólo nos
parece ajeno y “exótico” desde nuestra propia perspectiva. El Otro, el extraño,
sin embargo, no es más que un alter ego de cada persona. La
mayor parte de las veces partimos de la idea de que lo propio tiene una
realidad per se, sin una figura opuesta, pero luego tenemos que
comprobar, muchas veces con horror, cuánto de extrañeza y de ajeno hay en
nosotros, a la vista de algunas acciones y de perturbadores escenarios
oníricos.
Como miembros de formaciones geográficas y sociales con una cantidad
extrema de etnias y religiones –ya se llamen África, Asia, América del Norte o
del Sur o Europa–, en realidad estamos preparados, tanto desde el punto de
vista histórico como en nuestra memoria colectiva, de la mejor manera para
tratar la diversidad y el multiculturalismo. En nuestro origen, somos artistas,
es decir, transformers.
No olvidemos, a pesar de toda amenaza por parte de lo ajeno, que la
tensión entre lo propio y lo ajeno nos convierte en seres creativos y que nos
abre para la figura del visionario. Es algo que experimentamos también en el
día a día: como ciudadanos con conciencia política, respiramos con alivio
cuando la política no intenta, desde el principio, eliminar ciertos elementos
de la sociedad que nos parecen ajenos y molestos (por ejemplo, determinadas
particularidades, modos de comportamiento, ceremonias y tradiciones de
vestimenta), sino que se abre al proceso de transformaciones y cambios
recíprocos.
Únicamente en ese sentido puede tomarse en serio el discurso acerca del
“diálogo de las culturas”. El hecho de que surjan resistencias por ambas partes
en ese proceso es algo que no se puede eludir. Objetivos tan ambiciosos como la
creación de un “mapa democrático universal” o de una “civilización global” sólo
podremos vislumbrarlos si, desde la base, se le otorga al hecho fehaciente de
la diferencia un significado positivo.
En su esencia, todos los seres humanos –tengan la profesión que tengan–
podrían sentirse como codiseñadores del mundo; ese mundo que nos depara tantas
preocupaciones con sus potenciales destructivos, tan tensos y a punto de
explotar; un mundo que nos muestra abismos y nos involucra en catástrofes que a
veces nos sobrepasan. Ése, sin embargo, es nuestro mundo. Y en medio de ese
mundo creamos sin cesar, nos abrimos a esas felices convergencias de lenguajes
artísticos y formas sonoras. Aun cuando la política se ocupe de una variedad de
sistemas, lenguajes y formas de expresión que en la mayoría de los casos queda
ensombrecida por conflictos difíciles de conciliar, ella, en su núcleo y en su
potencial, es un acto creativo. Constituye una polifonía y una diversidad
traducida en actos, una exploración de lo ajeno relacionada con las acciones.
Tanto más asombroso resulta, pues, que se les pida consejos a los
etnólogos sólo en casos excepcionales cuando se trata de ciertos
acontecimientos de carácter político. En época de los presidentes federales
alemanes Johannes Rau, Roman Herzog y Richard von Weizsäcker, existió durante
un tiempo el proyecto de un “Parlamento Europeo de las Culturas”. La idea era
que, a la hora de juzgar ciertos conflictos nacionales e internacionales, se
llamara como algo obvio, en calidad de asesores, a etnólogos occidentales y de
las respectivas sociedades afectadas. Hasta ahora no hay aún apenas
experiencias ni conceptos para la cooperación entre las políticas internas y
externas y la etnología.
En la medida en que establecemos un intercambio político con otras
personas (sobre todo de culturas ajenas), aprendemos siempre algo sobre
nosotros mismos, algo que hasta entonces permanecía oculto para nosotros y que
esperaba ser descubierto y llamado a la vida. La música, las artes plásticas y
la literatura diferentes –sobre todo cuando encierran mucha historia– nos ponen
en contacto con lo que aún no se ha vuelto realidad, lo inconsciente y lo
imaginario que hay en nosotros.
La política y el arte deberían ser siempre reflexión: una reflexión
sobre la interacción en conjunto; una valoración de la dinámica entre los
mundos interiores y los mundos exteriores de quienes participan en ellas y de
todo el corpus general, es decir, de la estructura más general. Por lo tanto,
parece posible establecer una relación entre la política y el arte.
El hombre, desde su base, es un ser etnológico que
se diseña a sí mismo siempre en una relación con lo ajeno en lo externo y en su
“África interior”, como llamaba Sigmund Freud al alma. Nadie quiere, a fin de
cuentas –y de eso estoy convencido– definirse a sí mismo sólo a través de lo
que le resulta familiar. Todos queremos ser un ser cultural que, gracias a su
fuerza creativa y modeladora, sea parte de la sociedad y de ese todo que
trasciende a la sociedad propia y que llamamos “mundo”.
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