ALAIN DENEAULT
A nadie le ofende un sándwich mixto, pero difícilmente alguien lo elegiría para su última cena. Es la metáfora ideal de un mundo en el que lo mediocre, lo que no destaca por ser ni demasiado malo ni demasiado brillante, está acaparando el poder.
Piense en un helado de vainilla. No, mejor aún, piense en un sándwich mixto. Aquí tiene una foto para inspirarse. Visualice el mejor sándwich mixto posible, con su jamón caliente, su queso fundido, su pan tostado... ¿Es la mejor comida del mundo? Desde luego que no. ¿Es la peor? Seguro que tampoco. A nadie le disgusta un sándwich mixto pero difícilmente alguien lo elegiría para el menú de su boda o como última cena en el corredor de la muerte. No es un plato brillante, pero para salir del paso nunca está mal; cumple su función. «Perdone, la cocina ya ha cerrado, pero si quiere le podemos hacer un sándwich mixto».
Podríamos decir que el sándwich mixto es un plato sencillamente mediocre. No malo, ojo, me-dio-cre. Es decir, «de calidad media», según estricta definición de la RAE. «De poco mérito». Vamos, del montón.
Ahora olvide el sándwich y mire hacia el despacho de su jefe. Ahí lo tiene. Piense en el profesor de sus hijos o ponga un rato las noticias y fíjese en nuestros políticos. Incluso en la última película de moda o el disco más vendido. El último best seller... ¿No me diga que no le sabe todo a jamón y queso? Bienvenidos a la dictadura de lo mediocre.
«Vivimos un orden en el que la media ha dejado de ser una síntesis abstracta que nos permite entender el estado de las cosas y ha pasado a ser el estándar impuesto que estamos obligados a acatar», denuncia Alain Deneault, filósofo y profesor de Sociología en la Universidad de Québec y autor de Mediocracia, cuando los mediocres llegan al poder (Ed. Turner), un ensayo que llega hoy a España y que analiza cómo las mediocres aspiraciones que invaden la sociedad están provocando ciudadanos cada vez más idiotas. Condenados -diríamos- a desayunar, comer y cenar un sándwich mixto. «La mediocracia nos anima de todas las maneras posibles a amodorrarnos antes que a pensar, a ver como inevitable lo que resulta inaceptable y como necesario lo repugnante».
«Generamos una especie de promedio estandarizado, requerido para organizar el trabajo a gran escala en el modelo alienante que conocemos hoy», explica el autor. «Los mediocres se organizarán para adularse unos a otros, se asegurarán de devolverse los favores e irán cimentando el poder de un clan que irá creciendo atrayendo a sus semejantes», sostiene. «Es un círculo vicioso».
- ¿Es más peligroso un profesional mediocre que uno directamente malo?
- Para el poder, no. Mediocridad no es sinónimo de incompetencia. Los poderes establecidos no quieren perfectos incompetentes, trabajadores que no cumplan su horario o que no obedezcan órdenes. En realidad cuesta ser mediocre. Uno puede ser un mediocre muy competente, es decir, aplicado, servil y libre de todas las convicciones y pasiones propias. En ese caso, el futuro es suyo porque las instituciones de poder son reacias a codearse con personas comprometidas política y moralmente o que sean originales en sus pensamientos y métodos.
- ¿Somos más mediocres que antes?
- No vamos a inventar un mediocrómetro para estudiar el grado de mediocridad de las personas, pero sí podemos establecer una evolución de los términos mediocridad y mediocracia en el curso de la modernidad. Inicialmente, era una expresión desdeñosa utilizada por las élites para denunciar el reclamo de las nacientes clases medias que querían probar la ciencia, el arte o la política. Por el contrario, la mediocridad en nuestro tiempo ya no es deplorada, sino promovida. Se ha convertido en un sistema.
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