LOS RESTOS de René
Descartes fueron
enterrados en la iglesia parisina de Sainte Geneviève du Mont 16 años después
de su muerte. La Revolución Francesa los trasladó al Panteón, pero su tumba se
halla hoy en Saint Germain des Prés, junto a esta inscripción en una lápida de
marmol: "Tratando en sus ocios invernales de armonizar los misterios de la
Naturaleza con las leyes de la matemática, aventuró la esperanza de poder abrir
los arcanos de ambas con una misma llave».
El pensador francés había fallecido a sus 53 años por una
neumonía en 1650 en Estocolmo, a donde se había desplazado seis meses antes
para dar clases de filosofía a la reina Cristina de Suecia. Dice la leyenda que
no pudo resistir el esfuerzo de levantarse a las cinco de la mañana en invierno
para acudir al Palacio Real a impartir sus lecciones.
Descartes no sólo era un filósofo. Fue un gran
innovador en la física, las matemáticas y la geometría de su tiempo, en abierta
rivalidad con el joven Pascal, con el que disputó la paternidad de un
experimento sobre la presión atmosférica.
Hay dos libros de Descartes que recomiendo porque contienen
las bases de la filosofía moderna: 'El discurso del método' y las 'Meditaciones
metafísicas', donde se defiende la autonomía de la razón frente a la fe. Ambos
textos fueron
fundamentales en mi formación juvenil, aunque he tardado muchos
años en comprender su dimensión.
La lectura de Descartes, diplomático, soldado y teólogo,
resulta hoy más interesante que nunca porque en su obra encontramos la primera
apuesta radical por la separación de la razón y de la fe.
Educado en el escolasticismo filosófico del colegio jesuita
de La Flèche, Descartes sostiene que la religión
no puede interferir en la ciencia, que se asienta sobre la
deducción. A partir del 'res cogitans', el pienso luego existo, construye una
explicación del mundo basada en la geometría y las leyes de la física. Es en
este contexto en el que Cartesius -que solía escribir en
latín- habla de las ideas "claras y distintas", que son el sustento
de las verdades científicas.
Pero a la vez que rompe con la visión de Santo Tomás de
Aquino y levanta un muro entre fe y ciencia, Descartes sostiene que los seres
humanos tenemos grabada en el alma la idea de
Dios, que es innata. Por tanto, el Ser Supremo coexiste con una
actividad de la razón en la que no interfiere. Dicho con otras palabras, el
hombre debe leer el libro abierto del mundo, guiándose por el intelecto.
Otros filósofos de su tiempo tuvieron muchos problemas con
la autoridad eclesiástica, pero Descartes era sumamente hábil y estaba muy bien
relacionado. Jamás fue molestado, aunque sus escritos llegaron a figurar
posteriormente en el 'Índex' de libros prohibidos por su carácter
librepensador.
Aunque reafirma la existencia de Dios como algo
indiscutible, Descartes lo fía todo a la razón. Por eso, fue reivindicado por
los ideólogos de la Revolución de 1789 y todavía hoy su nombre se asocia a la
tolerancia y la libertad de pensamiento, que un siglo más tarde fueron bandera
de la Ilustración.
Descartes me llevó al hábito de analizar los problemas y no
dejarme engañar por la apariencia de las cosas. Sus enseñanzas encajaban muy
bien con el espíritu de
los jesuitas en el que me eduqué en Burgos. Solía pensar
entonces que todo lo que podemos observar tiene una explicación racional. Pero
hoy ya no estoy tan seguro porque, como escribía Pascal, que llevó una vida
marcada por el dolor físico y la adversidad, "el corazón tiene razones que
la razón desconoce".
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