Una noche de tormenta, hace ya bastantes años, un matrimonio mayor entró
en la recepción de un pequeño hotel en Filadelfia. Se aproximaron al mostrador
y preguntaron: "¿Puede darnos una habitación?".
El empleado, un hombre atento y de movimientos rápidos, les dijo: "Lo siento de verdad, pero hoy se celebran tres convenciones simultáneas en la ciudad. Todas nuestras habitaciones y las de los demás hoteles cercanos están ocupadas”. El matrimonio manifestó discretamente su agobio, pues era difícil que a esa hora y con ese tiempo tan horroroso pudieran encontrar dónde pasar la noche. El empleado entonces les dijo: "Miren..., no puedo dejarles marchar sin más con este aguacero. Si ustedes aceptan la incomodidad, puedo ofrecerles mi propia habitación. Yo me arreglaré con el sillón de la oficina, pues tengo que estar toda la noche pendiente de lo que pase”.
El matrimonio rechazó el ofrecimiento, pues les parecía abusar de la cortesía de aquel hombre. Pero el empleado insistió con cordialidad y finalmente ocuparon su habitación. A la mañana siguiente, al pagar la estancia, aquel hombre dijo al empleado: "Usted es el tipo de gerente que yo tendría en mi propio hotel. Quizás algún día construya uno para devolverle el favor que hoy nos ha hecho". Él tomó la frase como un cumplido y se despidieron amistosamente.
Pasados dos años, recibió una carta de aquel hombre, donde le recordaba la anécdota y le enviaba un billete de ida y vuelta a New York, con la petición expresa de que por favor acudiese. Con cierta curiosidad, aceptó el ofrecimiento. Después de un breve recorrido, el hombre mayor le condujo hasta la esquina de la Quinta Avenida y la calle 34, señaló un imponente edificio con fachada de piedra rojiza y le dijo: "Este es el hotel que estoy construyendo para usted". El empleado le miró con asombro: "¿Es una broma, verdad?". "Puedo asegurarle que no", le contestó. Así fue como William Waldorf Astor construyó el Waldorf Astoria original y contrató a su primer gerente, de nombre George C. Boldt.
Es evidente que Boldt no podía imaginar que su vida estaba cambiando para siempre cuando tuvo el detalle al atender cortesmente al viejo Waldorf Astor en aquella noche tormentosa en Filadelfia. Pero lo sucedido es una muestra de cómo servir a los demás es algo que siempre tiene un buen retorno, sobre todo cuando uno no lo busca ni lo espera.
La amistad, el amor, la felicidad y el servicio a los demás, son realidades muy vinculadas. Nadie puede asegurarnos la felicidad, pero lo que a cada uno corresponde es procurar merecerla. La felicidad es como el premio de la virtud. Por eso decía Platón que “si el semblante de la virtud pudiera verse, enamoraría a todos”.
Mejorar en nuestra propia virtud —y ser por tanto personas más sinceras, leales, generosas, pacientes o trabajadoras—, no debe ser un empeño narcisista, ni una búsqueda ansiosa de la propia excelencia que acaba en una obstinación egoísta y ridícula. La mejora personal no se alcanza cuando se considera un fin en sí misma, sino cuando nos apremia la necesidad de tratar bien a las personas.
Habituarse a pensar en los demás y a prestarles ayuda, sin servilismos, es una buena forma de superar ese sentimentalismo bobalicón que inicialmente exhala generosidad pero luego se echa atrás, siempre con muy razonados motivos, cuando llega el momento diario de la verdad. A medida que las personas adquirimos la madurez y la libertad necesarias para superar los imperativos del egoísmo, se abre paso ese criterio de servicio que llena la vida de interés y de alegría espontáneas. Templar el propio yo, con sus deseos y sus miserias, purifica el espíritu de muchos pequeños motivos de tristeza que nacen del excesivo apego y preocupación por uno mismo.
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