El conjunto de lo que nos es sometido, que aparece bajo el ojo de
nuestra conciencia (cualquiera que sea el lugar donde está situada) nos da a
ver lo que llamamos, mente dispersa. No hay puerta de salida sino una
puerta de entrada. Querer salir de nuestros propios pensamientos es tan inútil
como querer salir dentro: no podemos más que entrar. Es decir, aceptar observar
lo que se desarrolla y refutarlo.
Mirar no quiere decir aceptar.
¿Por qué nos descentramos fácilmente? ¿Qué es lo que nos desestabiliza y
nos hace perder el centro? ¿Dónde se sitúa la causa profunda, no las causas, no
en nuestra historia, o en tono histórico, sino más bien en el instante
presente? ¿Qué es lo que pasa en ese momento? ¿Por qué nos trastornamos? ¿En
qué nos trastornan estos pensamientos que no nos conciernen?
Esto significa, por supuesto, que hay una incapacidad para poner
distancia y para refutar nuestros propios pensamientos, traduciendo, allí
también un principio de identificación a lo que pasa, lo que no es inmutable,
lo que no es eterno. Estamos, de alguna manera distraídos por lo que es
pasajero, por lo que solo concierne a la personalidad y a su desarrollo en esta
materia.
Nos olvidamos que no somos esto. Hay por lo tanto
un sentimiento de implicación exagerado en lo afectivo, en las
relaciones, en lo que es vivido, en estos pensamientos que se desarrollan.
Estamos de alguna manera bamboleados por nuestras propias emociones y por
nuestros propios pensamientos, porque nosotros les damos peso, consistencia y
estamos convencidos que ellos vienen de nosotros.
No por aceptar de manera conceptual que no somos nuestros pensamientos,
estos van a desaparecer. El tema es convertirnos en observadores que no son el
pensamiento sino que observan el pensamiento desarrollarse.
Cuando sentimos que la mente está dispersa, hay por lo tanto un
principio de identificación dándonos la impresión y a nuestra conciencia de
estar en todas direcciones, es decir que los pensamientos nos llevan a otra
parte que dentro de nuestro centro, eso nos lo decimos nosotros mismos. Lo que
significa sin ir más lejos, que nos dejamos seducir por nuestros propios
pensamientos y cuando ellos convienen, estamos centrados o tenemos la ilusión
de estar centrados porque los pensamientos corresponden a algo que nos afirma.
Ningún pensamiento puede establecer el Absoluto. Ningún pensamiento
puede asegurarnos, de manera duradera, que estamos dispersos o estamos
centrados. Los pensamientos no vienen para ser ni agradables ni
desagradables. Ellos no hacen más que pasar. Y como todo, ellos
pasarán, esto es efímero y damos peso a lo efímero, ya que esto nos
altera.
De ninguna manera estamos colocados en un buen lugar para verlos y
refutarlos.
Desde que un pensamiento actúa sobre nuestra emoción, sobre una
decisión, no somos maestro de nosotros mismos, puesto que es el pensamiento
quien decide por nosotros.
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