Es decir, la calidad de nuestras relaciones con la
naturaleza y con la Casa Común no eran y no son adecuadas y buenas.”
«Nunca maltratamos y herimos nuestra Casa Común
como en los dos últimos siglos... Esas situaciones provocan los gemidos de la
hermana Tierra, que se unen a los gemidos de los abandonados del mundo, con un
clamor que reclama de nosotros otro rumbo» (n. 53).
Ese otro rumbo implica, urgentemente, una ética
regeneradora de la Tierra.
Esta ética debe estar fundamentada en algunos
principios universales, comprensibles y practicables por todos.
Es el cuidado esencial, que es una relación amorosa
con la naturaleza; es el respeto por cada ser porque tiene un valor en sí
mismo; es la responsabilidad compartida por todos acerca del futuro común de la
Tierra y de la humanidad; es la solidaridad universal por la cual nos ayudamos
mutuamente; y, por último, es la compasión por la cual hacemos nuestros los
dolores de los otros y de la propia naturaleza.
Esta ética de la Tierra debe devolverle la vitalidad vulnerada a fin de
que pueda continuar regalándonos todo lo que nos ha regalado
siempre durante todos los tiempos de nuestra existencia sobre este planeta.
Pero no es suficiente una ética de la Tierra. Necesitamos acompañarla de
una espiritualidad. Ésta hunde sus raíces en la razón cordial y sensible. De
ahí nos viene la pasión por el cuidado y un compromiso serio de amor, de
responsabilidad y de compasión por la Casa Común.
El conocido y siempre apreciado Antoine de Saint-Exupéry, en un texto
póstumo escrito en 1943, Carta al General “X” , afirma con
gran énfasis: “No hay sino un problema, solamente uno: redescubrir que hay una
vida del espíritu que es aún más alta que la vida de la inteligencia, la única
que puede satisfacer al ser humano” (Macondo Libri 2015, p. 31).
Otro texto, escrito en 1936, cuando era corresponsal de Paris Soir durante
la guerra civil española, lleva como título «Es preciso dar un sentido a la
vida».
En él retoma el tema de la vida del espíritu. Para eso, afirma,
“necesitamos entendernos recíprocamente; el ser humano solamente se realiza
junto con otros seres humanos, en el amor y en la amistad; sin embargo, los
seres humanos no se unen aproximándose los unos a los otros, sino fundiéndose
en la misma divinidad. Tenemos sed, en un mundo convertido en desierto, sed de
encontrar compañeros con los cuales compartir el pan” (Macondo Libri 2015, p.
20). Y termina la Carta al General “X” : “Tenemos tanta
necesidad de un Dios...” (op. cit. 36).
Efectivamente, sólo la vida del espíritu satisface plenamente al ser
humano. Ella es un bello sinónimo para espiritualidad, a veces identificada o
confundida con religiosidad. La vida del espíritu es más, es un dato originario
de nuestra dimensión profunda, un dato antropológico como la inteligencia y la
voluntad, algo que pertenece a nuestra esencia.
Sabemos cuidar de la vida del cuerpo, hoy un verdadero culto celebrado
en tantas academias de gimnasia. Los psicoanalistas de varias tendencias nos
ayudan a cuidar de la vida de la psique, de cómo equilibrar nuestras pulsiones,
los ángeles y demonios que nos habitan, para llevarla con un relativo
equilibrio.
Pero en nuestra cultura prácticamente olvidamos cultivar la vida del
espíritu, que es nuestra dimensión más radical, donde se albergan las grandes
preguntas, anidan los sueños más osados y se elaboran las utopías más
generosas. La vida del espíritu se alimenta de bienes no tangibles como el
amor, la amistad, la compasión, el cuidado y la apertura al infinito. Sin la
vida del espíritu divagamos por ahí, desenraizados y sin un sentido que nos
oriente y que haga la vida apetecible
Una ética de la Tierra no se sustenta sola por mucho tiempo sin ese supplément
d’âme que es la vida del espíritu, que nos convoca a lo alto y a acciones
salvadoras y regeneradoras de la Madre Tierra.
Ética y vida del espíritu son dos hermanas gemelas inseparables.
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