En un mundo en que el “saber hacer” es el objetivo principal de la
educación para garantizar un mínimo de empleabilidad y desempeño laboral,
cualquier actividad o idea que se plantee es considerada superflua y estorbosa.
Gran parte del éxito del libro La utilidad de lo inútil del
filósofo italiano Nuccio Ordine, radica no sólo en demostrar que la mayoría de
ideas, actividades y obras científicas y artísticas se elaboraron sin pensar en
una utilidad inmediata y práctica, sino que, al ser producto de la curiosidad y
las inquietudes individuales, no necesitaron ninguna otra justificación que la
satisfacción de encontrar o descubrir explicaciones o expresiones estéticas de
la naturaleza o de la humanidad que antes no existían o sólo se vislumbraban
como atisbos.
Y es que una de las razones principales del fracaso de la educación
actual en todos sus niveles lo constituye, sin lugar a dudas, su afán
utilitarista y pragmatista. Y hablo no sólo de los responsables de dicha
educación sino de toda la comunidad educativa en la que los padres de familia
ocupan el lugar más destacado. ¿En qué va a trabajar mi hijo si estudia alguna
de esas carreras que no sirven para nada?, es la pregunta que la inmensa
mayoría de padres se formula cuando las o los jóvenes están pensando estudiar
algo relacionado con las humanidades, las ciencias sociales o las artes.
Cuando se reduce la educación a la adquisición de competencias puramente
laborales e instrumentales, no sólo se la despoja de su principal objetivo,
esto es, la formación para alcanzar la plena humanidad y la constitución como
sujeto ético y político, sino que convierte al educando en una máquina de
producción material y económica cuya visión del mundo se reduce a verlo como un
inmenso supermercado, y las relaciones consigo mismo a una ávida contabilidad
de ingresos y egresos.
El libro de Ordine abunda en citas y situaciones en las que se da cuenta
con argumentos y, pese a lo paradójico que pueda sonar, con hechos y resultados
concretos, las ventajas de los conocimientos, ideas y obsesiones que en
principio pudieron ser inútiles pero que terminaron siendo fundacionales y
determinantes para el desarrollo de las ciencias, la filosofía y las artes.
Veamos tres ejemplos.
En Cien años de soledad, el coronel Aureliano Buendía, cansado de
dirigir guerras que nunca terminaban porque sin ellas el país perdería su
identidad nacional, decidió dedicarse a fabricar pescaditos de oro:
“Con su terrible sentido práctico, ella (Úrsula) no podía entender el
negocio del coronel, que cambiaba los pescaditos por monedas de oro, y luego
convertía las monedas de oro en pescaditos, y así sucesivamente, de modo que
tenía que trabajar cada vez más a medida que más vendía, para satisfacer un
círculo vicioso exasperante. En verdad, lo que le interesaba a él no era el
negocio sino el trabajo”
En el Libro del té, dedicado a describir las implicaciones para la
cultura japonesa de la ceremonia del té, en la que la preparación de los
arreglos florales, el kimono, la caligrafía, etc., le exige a quien la realice
años de preparación e incluso toda la vida, el escritor Kakuzo Okakura
señala cómo algo tan inútil como es el gusto por las flores, nos pudo llevar no
sólo a elevarnos en la escala evolutiva, sino a crear la más inútil de las
artes pero sin la cual no podríamos vivir: la poesía.
“Al ofrecer a su amada la primera guirnalda, el hombre primitivo se
eleva sobre la bestia; saltando sobre las necesidades burdas de la naturaleza,
se hace humano; percibiendo la sutil utilidad de lo inútil, entra en el reino
del arte”
Un agudo intérprete de las relaciones entre literatura y ciencia, Ítalo
Calvino, considera que nada es más importante que las “actividades que parecen
absolutamente gratuitas”:
“Muchas veces el empeño que los hombres ponen en actividades que parecen
absolutamente gratuitas, sin otro fin que el entretenimiento o la satisfacción
de resolver un problema difícil, resulta ser esencial en un ámbito que nadie
había previsto, con consecuencias de largo alcance. Esto es tan cierto para la
poesía y el arte como lo es para la ciencia y la tecnología”
En un mundo en que el “saber hacer” es el objetivo principal de la
educación para que se pueda garantizar un mínimo de empleabilidad y
desempeño laboral, cualquier actividad o idea que se plantee sólo por el placer
de la imaginación o de la utopía, es considerada superflua y estorbosa.
Sin embargo, una educación que no tiene en cuenta o prescinde del
vagabundeo intelectual y del extravío creativo, no sólo formará empleados
uniformizados y homogéneos, sino tal vez, y quizás esto es lo más importante,
seres tristes, frustrados y abúlicos.
Conviene, entonces, una escuela y una universidad en las que no se
tengan obligaciones sino sólo oportunidades; en las que cada estudiante
disponga de su tiempo y de su energía como le plazca: enfrascado en sus propios
intereses y asuntos; en las que los docentes puedan trabajar con uno u otro
profesor según acuerden de forma individual; o puedan trabajar solos,
consultando de vez en cuando a cualquiera que consideren que les puede ayudar,
de tal forma que las personas con ideas (estudiantes y profesores), disfruten de
condiciones favorables para la reflexión y el diálogo. Estoy seguro de que,
pese a algunas limitaciones materiales o sociales de las instituciones
educativas, sus miembros estarían demasiado ocupados y demasiado contentos para
darse cuenta.
En el fondo no estoy diciendo nada nuevo. Las grandes experiencias y
propuestas pedagógicas, desde Sócrates y Makarenko, pasando por Summerhill y el
sistema educativo finlandés, hasta John Dewey y Paulo Freire, no han dejado de
considerar la imaginación, el arte y la especulación filosófica como los
núcleos básicos de cualquier proceso de formación.
Y si no es así, pues que vengan de una vez las máquinas y los robots y
nos reemplacen, al fin y al cabo, ellas son infinitamente más eficientes y
objetivas que nosotros.
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