“Cuando le dije a mi padre que me iba a echar a volar, que
ya tenía mis alas y abandonaba el hogar, se puso serio y me dijo: A mí me ha
pasado igual, también me fui de la casa cuando tenía tu edad. En cuanto llama
la vida los hijos siempre se van; te está llamando el camino y no le gusta
esperar.
“Camina siempre adelante, tirando bien de la rienda, más
nunca ofendas a nadie para que nadie te ofenda. Camina siempre adelante y ve
marcando tu senda, cuanto mejor trigo siembres, mejor será la molienda.
“No has de confiar en la piedra con la que puedas topar,
apártala del camino por los que vienen detrás. Cuando te falte un amigo o un
perro con quien hablar, mira hacia dentro y contigo has de poder conversar.
“Camina siempre adelante, pensando que hay un mañana, no te
permitas perderlo porque está buena la cama. Camina siempre adelante, no te
derrumbes por nada y extiende abierta tu mano para quien quiera estrecharla…”.
Esos justamente son los principios y valores que recibimos de
nuestros padres (en algunos casos de manera muy estricta), los cuales faltan en
el presente.
Más allá de la poca o mucha instrucción que hubiesen
recibido, nuestros padres y abuelos eran unos verdaderos sabios. De mi padre
aprendí a dar gracias a Dios antes de comer y de dormir; a ceder el asiento a
la señoras y señoritas (sobre todo las embarazadas y las ancianas) en los
autobuses, a no buscar ser el primero sino el último, a esperar ser llamado, a
saber escuchar, a conmoverme con los niños recordando que yo también lo fui, a
ser solidario, a ser un incansable caminador.
Aprendí a disfrutar el buen cine y toda buena lectura,
comenzando con la Biblia, siguiendo con los periódicos, los clásicos de la
literatura, a Julio Verne o la poesía de Machado, Neruda o García Lorca, o
tocar la guitarra con los boleros de Pedro Infante y Javier Solís.
Sobre todo, aprendí a distinguir entre los políticos
honestos y los mentirosos, demagogos y cómodos; los que prometen paraísos de
igualdad y son los primeros en formar nuevas élites u oligarquías; los que se
victimizan cuando se ven acorralados por la justicia y la razón.
Nuestros viejos sabían de ética y política más que nadie y no
eran indiferentes a la situación del país, algo que ahora es muy común entre
las nuevas generaciones, dadas más a la comodidad que a la responsabilidad.
En su “Carta a mi hijo”, el escritor Mathías Claudius
escribe: “No te dejes engañar por la idea de que puedes aconsejarte solo y que
conoces el camino por ti mismo. Este mundo material es para el hombre demasiado
poco y el mundo invisible no lo percibe, no lo conoce, ahórrate, pues,
esfuerzos vanos, no te aflijas y ten conciencia de ti mismo.
“Considérate demasiado bueno para obrar mal. No entregues tu
corazón a cosas perecederas. La verdad, querido hijo, no es gobernada por
nosotros, sino que nosotros debemos ajustarnos a ella”.
Démosle gracias a Dios por nuestros padres y madres (y por
los cumplen ambos papeles a la vez). No los desilusionemos, no los olvidemos. Dediquémosle
tiempo, busquemos su felicidad.
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