A menudo escuchamos que los valientes, los que se arriesgan,
los que se la juegan y apuestan por una vida distinta, por crear nuevas
circunstancias cuya construcción se prevé difícil, incluso imposible, son unos
locos. Pero quizás el coraje no tenga nada que ver con la locura. Probablemente
el coraje más que la ausencia de miedo es la consciencia de que hay algo por lo
que merece la pena que nos arriesguemos.
El coraje es fuerza al servicio del amor y de la
consciencia. El coraje nos mueve porque creemos que aquello que queremos crear,
cambiar, construir, tiene sentido. Tiene tanto sentido que nos puede llevar a
arrostrar nuestros miedos, a enfrentar dragones internos y externos y partir en
un viaje del cuál regresaremos completamente transformados, bien porque hayamos
logrado encarnar el anhelo que nos llevó a partir, bien porque tras la aparente
derrota habremos aprendido algo nuevo que nos llevará a ver con ojos distintos
a la vida, a los demás y a nosotros mismos. Sea como sea, habremos crecido en
el viaje interior, si somos capaces de hacer alquimia del dolor y de no
dejarnos enloquecer por el éxito o la realización si hemos sido bendecidos por
éstos.
Nuestros anhelos y nuestro coraje van a ir siempre de la
mano. El anhelo nos invita a crecer y el coraje nos hace crecer. El primero es
semilla, es potencia, es idea; el segundo es acción, transformación, realidad.
Y en ese baile, el desarrollo en lo espiritual y en lo real que nos proporciona
el coraje, alimenta nuevos anhelos en una espiral cada vez menos densa y más
sutil. La danza de nuestros anhelos y nuestro coraje es la que transforma
nuestra vida y la de los que nos rodean. Es esa extraordinaria danza la que
hace que las utopías del pasado sean realidades hoy, y que nuestras utopías de hoy,
quizás, sean las realidades de mañana.
Porque la vida se construye en un
diálogo entre el azar y nuestra responsabilidad.
Decir que todo depende del
azar es resignarse, rendirse, dejar a cero nuestra capacidad para redirigir o
redefinir la vida. Decir que somos nosotros los que podemos hacer todo cuanto
queramos, que tenemos todo el poder para crear la realidad a nuestra medida, no
tan sólo es una fantasía muy peligrosa para nuestro entorno sino más bien un
oscuro delirio narcisista.
El veneno está en la dosis. Si nos resignamos porque creemos
que no podemos hacer nada y que el destino está escrito, entonces la partida de
la vida será dolorosa y seguro que muy aburrida. En el otro extremo, si caemos
en un delirio de omnipotencia, las bofetadas que recibiremos serán de tal
calibre y tan necesarias que o enloqueceremos o caeremos en una depresión que
nos devuelva el sentido de realidad.
Entre lo uno y lo otro existe la capacidad de ir
desarrollando la lucidez necesaria para saber a dónde podemos llegar, paso a
paso, trabajando y esforzándonos en aprender y hacer crecer nuestras
capacidades de comprender, amar y actuar. Quizás lo importante es no dejar de
hacerse preguntas y de sembrar, cada día, semillas de posibilidades, crear
nuevas circunstancias, prepararnos para cuando florezca la oportunidad que nos
abra las puertas hacia una nueva realidad deseada y esperada durante mucho
tiempo por la que nos hemos estado preparando.
La buena suerte quizás es,
simplemente, la combinación de la preparación y la oportunidad. La primera
depende de nosotros, la segunda, no tanto, aunque con la práctica, quién sabe.
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