Somos muy poco coherentes con nosotros mismos. ¡Sí, creerme!
Algunas veces me encuentro con personas que dicen de él aquello de “es muy
coherente con lo que piensa, y por eso actúa así”. ¡Cuidado! de la coherencia a
la obstinación hay un paso.
La coherencia está también en saltarse algunas
reglas internas cuando ves que ya no valen en ese momento. En el bando
contrario, también existe la gente que es coherente en cuanto a pensamiento
pero no en la acción. El discurso es bonito pero la acción brilla por su
ausencia. Una cosa es saber y otra muy distinta es hacer. Y es que en la vida,
lo ideal es llevar ese equilibrio del triángulo que incluye el pensar, el
ser y el hacer.
Pensar, te viene de lo que sabes, el ser de lo que eres
en esencia y ¡hacer?. ¡Ah, el hacer! El hacer es aquello que llevamos a cabo
por que lo creemos y no nos va a parar nadie. Tú decides que tipo de triángulo
quieres en tu vida: ¡Equilátero, isósceles o escaleno!. Comparto un
artículo de Álex Rovira publicado en su web, que titula Saber y creer.
“A menudo nos ocurre que o bien no sabemos que podemos, o
que sabiendo que podemos, no nos lo creemos. La dialéctica entre el saber y el
creer es esencial.
Porque saber y creer no es lo mismo. Por ejemplo: todo el
mundo sabe que se tiene que morir algún día, pero casi nadie se
lo cree. Y los que creen profundamente en la obvia verdad que la muerte
existe y puede aparecer en el momento más inesperado para uno mismo o para
quienes nos rodean, la vida cobra un significado radicalmente distinto, y el
valor que damos al instante presente, al famoso “aquí y ahora”, es
infinitamente mayor.
Entonces comprendí en lo más hondo de mi ser la diferencia
entre saber y creer.
Y sé que, por supuesto, esta memoria quedará conmigo para
siempre.
La paradoja es que nuestra mente es muy tramposa ya que
pensamos que eso que “sabemos” teóricamente nos pertenece a un nivel práctico,
y no es así.
Pensar en cómo nadar no implica en absoluto saber nadar. Saber qué
es la amabilidad no implica en absoluto ser amable, por ejemplo. Esa es la gran
paradoja, cuando pensamos que sabemos, porque ese saber es solo mental y
no práctico.
El saber nos ayuda a gestionar la existencia, pero
para transformarla es necesario algo más: creer. Con saber no es
suficiente. La llave a la acción, al paso adelante, nace del creer.
Por eso, el
poeta latino Virgilio, escribió con tanto tino: “Pueden porque creen que
pueden”, y no escribió “Pueden porque saben que pueden”. Es distinto.
Muchos saben que pueden pero no hacen. Y otros que a lo mejor tienen menos
capacidades hacen porque creen profundamente que pueden. Sí, hace más el que
quiere que el que puede, sin duda.
Qué paradoja: el pensamiento nos lleva a la conclusión. Pero
el problema es que normalmente llegamos a una conclusión cuando nos cansamos de
pensar. Y los humanos nos cansamos de pensar, en general, demasiado a menudo. Y
así nos van las cosas…
Por otro lado, Platón afirmaba que no hay persona por
cobarde que sea que no puede convertirse en héroe por amor. En efecto, lo que
nos moviliza, lo que nos lleva a ser más de lo que somos, es la emoción (cuya
etimología proviene de la voz latina emovere, que quiere decir movimiento,
impulso).
Y la emoción y el creer van íntimamente unidos. Porque cuando creo,
confío, y si confío, es porque siento una emoción positiva hacia el objeto o
persona de confianza, porque creo en él. Luego creer es confiar y confiar nace
de un vínculo emocional sano.
Luego, quizás lo óptimo sería poner la inteligencia al
servicio del amor. El saber práctico al servicio del creer, y cuántas cosas
cambiarían.
El problema aparece tanto en personas como en
organizaciones, cuando el narcisismo les lleva a pensar que saben cuando en
realidad ni saben hacer, ni creen que pueden hacer. Y ahora me viene a la
cabeza un bello cuento, que dice así:
“El rey recibió como obsequio dos crías de halcón y las
entregó al maestro de cetrería para que las entrenara. Pasados unos meses, el
instructor comunicó al rey que uno de los halcones estaba perfectamente
educado, pero que al otro no sabía lo que le sucedía: no se había movido de la
rama desde el día de su llegada a palacio, a tal punto que había que llevarle
alimento hasta allí. El rey mandó llamar a curanderos y sanadores de todo tipo,
pero nadie pudo hacer volar al ave. Encargó entonces la misión a miembros de la
Corte, pero nada sucedió. Por la ventana de sus habitaciones, el monarca podía
ver que el ave continuaba inmóvil. Publicó por fin un edicto entre sus súbditos
y, a la mañana siguiente vio al halcón volando en los jardines.
—‘Traedme al autor de ese milagro’ —dijo.
Enseguida le presentaron a un campesino.
—‘¿Tú hiciste volar al halcón? ¿Cómo lo hiciste? ¿Eres mago
acaso?’
Entre feliz e intimidado, el hombrecito solo le explicó:
—‘No fue difícil Su Alteza, solo corté la rama en la que
siempre se posaba. El pájaro se dio cuenta de que tenía alas y, simplemente,
voló.”
Sí. Tenemos alas. El problema es que muchas veces no nos lo
creemos, aunque es evidente que ahí están. Y a veces la vida “nos corta las
ramas” para que nos demos cuenta precisamente de eso, de que tenemos alas que
aún no hemos desplegado y, en definitiva, que podemos hacer más de lo que
imaginábamos.”
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