sábado, 25 de agosto de 2018

La Filosofía Inquieta

Si la filosofía es el diálogo del asombro a lo largo de los diversos períodos existenciales con el arte y la literatura, con todo aquello que nos produce inquietud; de igual modo, la ciencia complementa esa búsqueda que nos da valor y nos insta a la acción.

Todas las ruedas son necesarias para llegar a buen puerto, ya que la ciencia por sí sola no puede dar respuesta al problema del significado de las cosas, pero tampoco la filosofía puede resolverlo todo desde las buenas intenciones.

Pongamos por caso, la sostenibilidad de la que tanto se habla en el momento actual. Es cierto que se requieren nuevas formas de pensar sobre nosotros mismos y sobre el planeta, nuevos modos de actuar, producir y comportarse, pero también se demanda de una divulgación científica capaz de reorientarnos a esa transformación del mundo.

Por ello, se me ocurre recomendar, si es que puedo hacerlo como voz del pueblo, especialmente dos moralidades o éticas: La primera, la de la valentía, capaz de proteger tanto a la filosofía como a la ciencia, en un mundo tan crecido por la falsedad y necesitado de sentido común: valor para pensar libremente y bravura para mantenerse firme en la autenticidad científica. Y la segunda, la de la humildad, con la que reconocernos seres limitados. A veces la manera cómo se presentan las cosas no es tal y como son.

Por otra parte, cuando los seres humanos nos creemos dioses solemos también degradarnos. No olvidemos que el secreto del verdadero saber radica en lo más humilde y sencillo, en esas gentes que no suelen ser tenidas en cuenta.

Pensemos que mientras la ciencia calma, la filosofía inquieta; o sea, que también se complementan, en la medida que sintiéndonos tranquilos, igualmente percibimos una sensación de ansia por saber más. En este sentido, la función que desempeñan los centros y los museos científicos va más allá de la mera transmisión de información científica.

Son lugares abiertos al público, donde los visitantes pueden aprender acerca de los misterios del mundo que nos rodea. Promueven la creatividad, divulgan el conocimiento científico, ayudan a los maestros a motivar e inspirar a los alumnos de ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas, mejoran la calidad de la educación científica y fomentan la enseñanza dentro de un contexto social.

Contribuyen, además, a modificar posibles percepciones negativas sobre las repercusiones de la ciencia en la sociedad, atrayendo así a los jóvenes a las profesiones científicas y animándolos a experimentar y a ampliar nuestro conocimiento colectivo.

De la misma manera, la divulgación filosófica nos acrecienta en ese amor a la sabiduría, tan necesario en los tiempos presentes, con tantos adoctrinamientos que nos llevan a un callejón sin salida. 

En consecuencia, tanto la ciencia como la filosofía, hoy tienen la gran responsabilidad de que podamos florecer, ya sea a través del método científico de observar y experimentar, o mediante el filosófico del pensamiento y la cultura, con el atractivo perdurable del origen de la verdad, cuestión que ha de recuperar enérgicamente su vocación natural.

Sabemos de la importancia del papel de la ciencia y los científicos en la creación de sociedades sostenibles y la necesidad de informar a los ciudadanos y de comprometerlos. Además, la filosofía ha de tender a reafirmar la transcendencia del pensamiento crítico para enganchar fructíferamente las transformaciones de las sociedades contemporáneas tan diversas como todas vitales.


Cada día es más necesario el razonamiento reflexivo y la práctica del coloquio a esa apertura, tan enriquecedora, pero que puede hacer surgir tensiones. 

No cabe duda, que este pluralismo científico y filosófico es el que nos permitirá tener mejor vida, mejor convivencia, mejores perspectivas de futuro. 

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