Sentirnos vivos cada día propicia tanto el deseo de
compartir la vida misma como el de disfrutar íntimamente de la evocación de
cualquier experiencia gratificante o de repartir la carga de una pena.
El pretendido anonimato de un cibernauta, más real que
ficticio pese a la gran cantidad de contactos que pueda mantener a lo largo de
una conexión, no hace sino agudizar y poner de manifiesto la imperiosa
necesidad de controlar todo lo que sucede en su entorno más inmediato y de
transmitir sus sentimientos afectuosos con la esperanza de encontrar un
interlocutor capaz de empatizar hasta donde el límite establecido por el
sistema lo permita
Ambas partes de un proceso comunicativo son esenciales y
complementarias, su densa porción suculenta donde reside todo el potencial
energético de su alimento para el pensamiento y el espacio vacío reservado para
alojar el silencio y también la profunda alegría de sentirse aceptado por los
que disfrutan compartiendo su mensaje.
Desde esta perspectiva, aprovechar el valor esencial
de la comunicación positiva exige
reservar tiempos específicos de reflexión meditativa personal para realizar
trabajos de fortalecimiento espiritual y consolidar la expresión de
nuestras emociones.
Si en esos momentos de observación íntima percibimos con
claridad los mensajes autocompasivos que elabora nuestra mente, cabe esperar
que también surja de forma espontánea la reconciliación con nuestro entorno.
Seguramente en la fusión de ambas experiencias emocionales
radique el mayor grado posible de conciencia plena y aceptación de
lo que somos.
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