Conmuévanse, porque necesitaremos todo nuestro entusiasmo.
Organícense, porque necesitaremos toda nuestra fuerza.
-Antonio Gramsci.
A principios de los años 90, el psicólogo evolutivo Howard
Gardner renovó el paradigma de las ciencias cognitivas a partir de su teoría de
las inteligencias múltiples. Gardner consideró por primera vez la inteligencia
no como una única capacidad, fijada e innata, dada de una vez y para siempre en
cada persona, sino como una serie de habilidades cognitivas en distintos campos
de la experiencia humana, habilidades que son susceptibles de continuar en
proceso de desarrollo durante la totalidad de la vida. De manera inversa,
pueden malograrse o permanecer estancadas, como un músculo que nunca o casi
nunca se lo trabaja o estimula. Una de las inteligencias principales que
Gardner categorizó es la denominada inteligencia
lingüístico-verbal; concretamente, la inteligencia relacionada con el
pensamiento y el lenguaje.
No son pocos los autores que han considerado que, de
todas las características que nos separan del reino animal, el lenguaje (la
capacidad de “significar”) es la principal.
En un brillante libro sobre la evolución de los circuitos
cerebrales humanos, el psicólogo, guerrillero ontológico y profuso escritor
Robert Anton Wilson nos deja una concisa definición de inteligencia, que se
ajusta muy bien a la inteligencia lingüístico-verbal de Gardner: “La
inteligencia es la capacidad de recibir, decodificar y transmitir información
de manera eficiente.” (Robert Anton Wilson, Prometeo Ascendiendo,
1983).
Basándose en las nociones de Claude Shannon (conocido como “el padre de
la teoría de la información”) y del creador de la “semántica general”, Alfred
Korzibsy, Wilson nos dice que “información” equivale a cualquier conjunto
organizado de datos que implican una novedad significativa para el sistema de
creencias y la totalidad de la información previa que tiene interiorizado un
sujeto.
Nuestro modo central de transmitir y recibir información es a través
del lenguaje; es decir, a través signos lingüísticos significativos (palabras
que expresan pensamientos, ideas y conceptos). Tanto para Wilson, como para el
enfoque constructivista del conocimiento iniciado por Lev Vigotsky, el impacto
de la información en el sujeto implica un complejo proceso de integración
dentro de su sistema de creencias y datos o “mapa cognitivo”.
Y si la integración y la transmisión de información es
inteligencia, como estos autores sostienen, sin duda una de nuestras
herramientas más poderosas para desarrollarla individualmente, así como para
amplificarla colectivamente, es la lectura. “La lectura […] es un proceso
emergente de construcción de significado que ocurre cuando la información
topicalizada por el texto se sintetiza con el conocimiento previo como parte de
un proceso general de interacción mediada con el mundo” (Michael Cole y Bárbara
Means, Cognición y pensamiento, 1986).
En los últimos años, desde el ámbito de la neurociencia, han
surgido fuertes confirmaciones de estas teorías, principalmente a partir del
concepto de “plasticidad neuronal”, que implica que nuestro cerebro no es una
unidad estática, sino que se trata de un continuo proceso de cambio y
adaptación de redes sinápticas, las cuales organizan y reorganizan nuestra
cosmovisión y nuestra percepción general del mundo. Para este complejo proceso,
el hábito de leer se convierte en uno de sus catalizadores más poderosos.
En un estudio llevado a cabo durante un programa de
alfabetización en Colombia, el doctor Manuel Carreiras del Centro Vasco de Cognición,
Cerebro y Lenguaje comprobó que las personas
alfabetizadas mostraron un importante incremento frente a las no alfabetizadas
en dos áreas relacionadas con el procesamiento visual, fonológico y semántico
de la información en un texto: la materia gris (la densidad neuronal) y la
materia blanca (encargada de conectar los dos hemisferios del cerebro).
Guillermo García Ribas, Coordinador del Grupo de
Estudio de Conducta y Demencias de la Sociedad Española de Neurología (SEN),
concluyó que “la lectura es una de las actividades más beneficiosas para la
salud, puesto que se ha demostrado que estimula la actividad cerebral y fortalece
las conexiones neuronales”.
La lectura constante y prolongada mejora
nuestra capacidad de razonamiento, nuestra agilidad mental, nuestra
concentración y nuestra memoria, al tiempo que amplía nuestros recursos
lingüísticos y la profundidad de nuestras ideas.
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