Para
vivir en armonía, es necesario ser indulgente y tolerante, pues no debemos
esperar que otra persona actúe igual que uno, ya que todos los seres humanos
tienen su propia manera de pensar y, por lo tanto, es normal que vean las cosas
de forma diferente, lo cual debemos respetar.
No
podemos esperar que si somos católicos, todos lo sean, o si somos demócratas o
republicanos, pensar que somos los únicos que tenemos la razón o que porque
somos de determinado país, eso nos hace mejores que otros seres humanos.
La
tolerancia no es sumisión, es comprensión, amor y respeto hacia nuestros
semejantes.
Así
como recibimos de buen grado los elogios, también debemos estar dispuestos a
aceptar las críticas, mientras éstas sean respetuosas.
Si pensamos que la tolerancia es sinónimo de falta de amor propio, nos convertiremos en individuos rencorosos y agresivos. Si respondemos ojo por ojo, lo único que conseguiremos será vivir en un mundo de ciegos.
La
tolerancia, lógicamente, tiene un límite, ya que no se debe soportar lo
insoportable. No sería justo ni es ético.
Está
bien defender con razones lo que consideramos justo, pero no está bien
pretender imponer nuestros criterios a quienes piensen diferente.
El
fanático, por regla general, es testarudo y no razona, por consiguiente, si no
estamos de acuerdo con sus pensamientos, la mejor opción es ignorarlo, ya que
jamás se llegará con él a acuerdo alguno.
Para
vivir en armonía, es menester ser tolerante y beber de la fuente de la
sencillez que hará ver nuestras limitaciones y nos otorgará el discernimiento
que nos dará la inspiración para obrar con corrección.
Los
hombres, dijo Séneca, deben estimarse como hermanos y conciudadanos, porque “el
hombre debe ser cosa sagrada
para el hombre”.
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