Cuando compartimos lo que somos, sin retaceos ni retoques, con aquellos seres con los cuales hemos establecido una circunstancial relación, decimos que somos afortunados de poder sentir que somos parte de algo que ha surgido con la espontaneidad propia de seres que han trascendido sus propias limitaciones en aras de complementar en él, o los otros, u otras, todo aquello que nos hace, en nuestro fuero íntimo, mejores personas.
Resulta una experiencia sumamente gratificante cuando logramos sintonizar en el amplio espectro de las relaciones humanas, en el entendido de que no estamos sujetos a ningún tipo de fobias ni preconceptos, con aquellas personas que se brindan a sí mismas con la motivación que emana de su espontánea capacidad para compartir experiencias.
Esto es lo que sucede o debería suceder en nuestros encuentros virtuales en la red de amigos que vamos tejiendo, cual si fuese una telaraña, uniendo afectos y coincidencias en las pantallas de nuestros cada vez más sofisticados aparatos de telecomunicación.
Este es el nuevo mundo virtual que se construye a sí mismo y en el cual estamos cada vez más y más inmersos como parte de un bufet expuesto en una mesa de exquisiteces listas para ser deglutidas.
No se trata de entender, a quien le puede interesar entender, se trata de volver a empezar para que no perdamos lo esencial que anida en lo recóndito del ser, muy lejos de la alienación que nos circunda y embrutece los sentidos, es la razón de la sinrazón, es ver al hombre libre de toda la trampa virtual que le encadena.
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