Contemplar un atardecer en otoño y deleitarse con los rojizos y
anaranjados que tiñen el cielo; el olor a café y tostadas de la mañana; el
sonido de las gotas de lluvia al repiquetear en la ventana; el tacto de las
sábanas limpias recién cambiadas. ¿Y si nada de esto existiera? ¿Y si las hojas
de los árboles no fueran verdes, ni el azúcar dulce, ni de las rosas emanara
fragancia alguna? ¿Y si viviéramos en un mundo silencioso, incoloro, sinsabor e
inodoro y todo aquello que creemos ver, oler, saborear, tocar, oír fuera
una invención de nuestro cerebro?
Los seres humanos siempre hemos considerado los sentidos una
puerta de acceso al mundo exterior, a través de los cuales explorábamos nuestro
entorno y obteníamos información sobre él, básica para poder velar
por nuestra supervivencia. Aristóteles clasificó esos rádares naturales del
organismo en cinco: vista, oído, gusto, tacto y olfato. Y a esos, hemos ido
añadiendo, recientemente, otros como el sentido del equilibrio, la temperatura,
el dolor, la posición corporal y el movimiento.
No obstante, nuestros sentidos, como ya
sospechaba Descartes –quien afirmaba que no podíamos fiarnos de ellos
para conocer el mundo– no son simples captadores de la realidad:
transforman los fotones en imágenes, las vibraciones, en sonido y las
reacciones químicas en olores y sabores. Tampoco las percepciones que recrea el
cerebro a partir de esos estímulos identifican el mundo exterior tal y como es.
De hecho, aquello que nos rodea y la imagen mental que tenemos no tienen mucho
que ver.
“¿Y qué nos importa si la realidad difiere de lo
que construimos mentalmente?”, pregunta desafiante el psicobiólogo
Ignacio Morgado, quien acaba de publicar Cómo percibimos el mundo (Ariel).
“Para cada uno de nosotros, lo más importante es lo que percibe nuestro
cerebro, lo que sentimos, lo que captamos de eso que llamamos realidad, que no
es otra cosa que un concepto filosófico; el medio en que vivimos es pura
materia y energía.”
Cómo percibimos Mientras usted lee este artículo, todo su organismo
está atento a los diferentes estímulos que hay en el ambiente. Para
empezar, sus ojos están recogiendo la información visual y enviándola
al cerebro; sus manos están sosteniendo el suplemento, sienten el tacto
del papel en las yemas de los dedos; sus oídos están rastreando, quizás de
forma inconsciente, el entorno en busca de variaciones, oyen a los niños
en la habitación contigua, quizás el silbido de la cafetera alertando de que ya
está el café; de la misma forma que su nariz también está atenta a cualquier
cambio. Todos sus sentidos envían información al cerebro continuamente y con
ella, éste se hace un mapa de la situación.
Para poder sobrevivir en el entorno en que viven, todos los organismos
necesitan poder reconocer las características de ese entorno; percibir el
mundo que los rodea a través de los sistemas sensoriales y crearse una
representación del mismo que les permita hacer valoraciones rápidas, detectar
posibles depredadores, peligros, si éste o aquel alimento es dañino, etcétera.
El sistema perceptivo del ser humano es, seguramente, el más complejo en su conjunto de todos los animales. Y es el salvavidas que nos ha permitido llegar hasta aquí.
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