El universo es complejo y todos formamos parte de esa estructura que
estamos lejos de comprender, por lo tanto, nos parece más razonable pensar que
todo obedece a un plan común y que unos nos servimos a otros porque todos somos
la misma cosa.
Es decir, que la única ley de la atracción de vale es aquella que
favorece a todo el mundo, que lo único que el universo está dispuesto a
ofrecernos es aquello que sirva a nivel global.
Por ejemplo, quien sabe si, en algún lugar del mundo, hay alguien ahora
mismo haciendo algo que será importante y necesario para mí, y yo, mañana, haré
algo que tendrá un gran impacto en la vida de otra persona, sin siquiera
saberlo.
Quizá todos y todas somos de una forma específica y pensamos de una
forma específica porque somos necesarios para el mundo así.
No es que no seamos partidarias de cambiar aquellas cosas que nos
limitan o nos hacen infelices, pero también hemos de tener en cuenta que no
somos el ombligo del mundo, que en la vida (como dice el Tao) hay un momento
para el éxito y otro para el fracaso y que, muchas veces, es más rentable
(emocionalmente hablando) la serenidad de aceptar que el éxtasis de conseguir.
La gran cuestión es, si es la felicidad la finalidad de la vida, o si lo
es la calma y la serenidad. A veces, lo que llamamos felicidad es una especie
de éxtasis vital que, casi siempre, se parece más a una montaña rusa poco
estable que a un estado de plenitud duradero. Sin embargo, la serenidad tiene
un componente más estable.
Nos parece más bella una orquídea que un cardo, sin duda, pero el cardo
tiene su función en el mundo y pedirle que se convierta en una orquídea puede
resultar contraproducente.
Es un ejemplo simplista, sí, pero queremos decir con ello que, a veces,
el esfuerzo que nos va a llevar cambiar algo puede tener un peaje más elevado
que aceptarnos tal y como somos, aceptar que todo tiene su ritmo y su momento,
y aceptar que, no hay mayor logro en la vida que ser uno mismo.
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