Todas las intenciones son segundas intenciones. La palabra
fue dada al hombre para permitirle esconderlas. La felicidad necesita
hipocresía. El silencio permite ocultar nuestra barbarie. La lucidez es una
especie de segunda intención desenmascarada; lo impúdico se vanagloria de
exponer el fondo de su cerebro.
Hasta la sinceridad es un disfraz: hacemos
creer que no tenemos segundas intenciones, cuando tenemos como segunda
intención hacer creer que no la tenemos.
No toda segunda intención es necesariamente vergonzosa o
sucia. El escritor es un hombre que da vueltas a sus segundas intenciones en su
rincón, la literatura es el arte de manipular al lector sin desvelar todo lo
que trama. La escritura no revela nunca por completo el fondo de un pensamiento
brillante y destructor sobre el que el autor no tiene control.
La vida consiste
en pensar en otra cosa distinta a lo que hacemos, lo que escribimos o lo que
eructamos. El hombre piensa demasiado, y si algunas personas disimulan
sus pensamientos no es por miedo a desnudarse ni porque sean forzosamente
malvados, sino (también) porque quieren demasiado bien al prójimo: si se
conociera la bondad de los callados, correríamos el riesgo de canonizarlos en
vida.
¿Qué sería del mundo sin
segundas intenciones? Viviríamos como en un programa de tele realidad. Todos
los ciudadanos serían grabados, su correo espiado, su existencia exhibida todos
los días voluntariamente.
No existiría la vida privada, todos los pensamientos
se publicarían instantáneamente en medios mundiales y gratuitos. Un mundo sin
segundas intenciones sería terrible, invivible e inhumano.
Se trataría de un
sistema totalitario, absurdo y brutal, un apocalipsis espantoso, la garantía de
la infelicidad absoluta para toda la humanidad.
Sería el mundo actual.
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