Hay tres características que definen a la soledad: constituye una experiencia subjetiva porque puede
sentirse aun cuando se está en un grupo; es el resultado de una o varias
relaciones sociales deficientes y resulta desagradable y produce angustia o
depresión.
Salvo
contadas excepciones, la soledad es algo que no se desea, así como la tristeza. No es
lo mismo que el aislamiento social, ya que la persona no lo quiere de esa
manera, sino que no se siente a gusto con los amigos o compañeros que tiene, ya
que considera que son demasiado superficiales, vacíos o poco dignos de
confianza.
Entonces, la soledad tiene que ver con lo emocional
y con lo social, al mismo tiempo. Pero también, dicen los expertos, con la
incapacidad que tienen las personas a manifestar sus opiniones o sentimientos.
Si la habilidad de relacionarse es deficiente, entonces hay más
posibilidades de quedarse solo, porque
las relaciones son menos empáticas y entusiastas. Los
que padecen neurosis no resultan muy amables o preciadas, rechazando todo tipo
de amigos potenciales para protegerse a si mismos de un posible rechazo.
La
definición más frecuente de soledad dice que se trata de la carencia de
compañía y se la vincula con los estados de desamor, tristeza y negatividad.
Pero, sin embargo, no tiene en cuenta los beneficios que puede acarrear una
soledad ocasional y deseada. El típico
“necesito estar solo” sirve para
pensar, darnos cuenta de ciertas cosas, descansar, aclarar la mente, etc
.
Todo lo contrario ocurre cuando, por ejemplo, perdemos a un
ser querido. Ese individuo desaparece de nuestra vida y en su lugar queda un
gran vacío, que no siempre se puede llenar tan fácilmente. La tristeza, la
desesperanza y otros sentimientos similares no tardan en aparecer. Nos vemos
como perdidos, sin puntos de referencias para continuar. Eso es lo que se
denomina entonces “soledad no
deseada” que trae mucho dolor y es una de las más complicadas de tratar.
Como seres sociales que somos, precisamos de los demás para poder
sentirnos bien.
Esto
no quiere decir que sólo se trata de cubrir nuestras necesidades, sino que
también ayuda a aumentar el desarrollo del otro, afianzar el autoestima,
mejorar los modales y la empatía, etc.
La
pérdida de alguien (y por consiguiente la soledad)
es irreemplazable, pero no irreparable.
Ese agujero o hueco queda allí hasta que nos permitamos
llenarlo. ¿Cómo? Con confianza en nosotros mismos tendremos la fuerza
suficiente como para establecer nuevas relaciones.
Esto no quiere decir que el proceso ocurra de un día para el
otro, pero tarde o temprano habrá de ocurrir. Debemos
lograr que la carencia de esa persona no pase a ser una falta “social” o “general”
con todos los demás seres de esta tierra.
Sin dudas
que se trata de una soledad dolorosa, pero tenemos la capacidad de convertirla
en algo positivo si la interpretamos o la observamos como una oportunidad para
aprender a vivir de una forma diferente.
Debemos interiorizar y controlar ese
sentimiento tan profundo e irracional, aprendiendo a no tenerle miedo y a no
pensar que se trata de una debilidad. Todo lo contrario, debe ser tomado como
la posibilidad de que sea nuestra mayor fortaleza.
Una persona que padece de soledad social es la que casi no habla
con nadie o sólo con algunos miembros de su familia.
Es cada vez más frecuente
en las ciudades, donde ni nos enteramos quiénes viven en la casa de al lado. Si
a eso le sumamos que cada vez menos gente se reúne “cara a cara” y que los
mensajes son por correo electrónico, móvil o redes sociales, la situación
todavía empeora.
Las
obligaciones diarias, las extensas jornadas laborales, el estrés y la crisis
son también amigos de la soledad social que padecemos hoy
en día. A su vez, las relaciones no son como antes, donde se podía confiar más
en la gente, donde el otro no estaba preocupado en “salvarse” sin importar el
resto.
Estamos cambiando nuestra
naturaleza y dejando de ser sociales para pasar a
convertirnos en seres “tecnológicos” o máquinas.
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