La mayoría
de nosotros creemos que podemos cambiar lo que los demás piensan; de otro modo,
no pasaríamos tanto tiempo en la vida dándole vueltas a “qué opinan los demás
de nosotros” y tratando de mejorar su juicio sobre nuestra persona. Eleanor
Roosevelt dijo: “Nadie puede hacer que te sientas inferior si tú no lo
permites”. Esta afirmación pone el foco de atención hacia nosotros mismos y no
en los demás; por ello, quizá el único pensamiento que precisa ser cambiado es
la creencia de que “los demás deberían pensar diferente”.
Querer tener razón es la enfermedad crónica
de la humanidad, seguramente una de las causas que han enfrentado más a las
personas, las naciones y las religiones organizadas del planeta. La posesión de
las personas por sus propias ideas es siempre una causa de sufrimiento. El
problema, al consistir las creencias en “posesiones mentales” no visibles, ha
sido buscar la solución a nuestras diferencias tratando de cambiar a los demás
antes que examinar la causa real de los conflictos (la necesidad de tener
razón).
En demasiadas ocasiones comprobamos cómo querer imponer
nuestras razones y opiniones a los demás nos cuesta caro. Tal vez logremos
desautorizar las ideas de alguien, pero al final acabamos con una razón más y
un amigo menos. ¿Vale la pena? Seguramente no. El resultado es que querer estar
siempre en posesión de la verdad consume una gran cantidad de energía y tiempo
que nos impide disfrutar de los demás y de la paz mental de saber que en el
fondo todos tenemos nuestra propia lógica.
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