La vida comunitaria
es como una autopista: por ella se circula más rápido y más seguro, pero hay
que pagar un peaje.
Cuando uno vive
solo, puede estar más a gusto, más ensimismado en sus cosas y, al no haber nada
que le incomode o le rete, puede estar dando vueltas sin darse cuenta, haciendo
su camino más largo de lo debido.
Transitar la autopista de la vida común, por
el contrario, nos hace el camino más rápido y más recto, pero nos pide
desprendernos de cuando en cuando de nuestro preciado “dinero” para pagar un
peaje.
La vida común nos
da seguridad, protección, nos hace sentirnos bien cuando hay buenas relaciones,
posibilita sacar lo mejor de nosotros al entregarnos a los demás y disfrutar
del amor mutuo, nos anima al ver a los más avanzados, nos sostiene y lleva en volandas
cuando flaqueamos, etc., pero nos pide el peaje, sin el cual no se puede ir por
la autopista. Y una cosa es clara: cuando se usan las autopistas es porque el
peaje merece la pena.
Optar por vivir en
comunidad es estar dispuestos a pasar de lo mío a lo nuestro.
Esto puede
parecer relativamente sencillo cuando se trata de cosas.
Todo lo que hay en la
comunidad es nuestro, decimos, aunque “esto lo uso yo”, ¡que quede claro! Es
algo que todos admitimos con naturalidad. Pero las cosas se complican cuando entran
en juego los ideales, las formas comunitarias de proceder, las formas de actuar
de los demás con las que nos sentimos incómodos, nuestra misma forma de
proceder, que defendemos aunque moleste a los otros o vaya en sentido diverso
al grupo.
Es entonces, cuando debemos meter la mano en el bolsillo para
desprendernos de algo nuestro, cuando empezamos a regatear y pedimos un
descuento. Llega la hora de pagar el peaje y nos resistimos.
Comenzamos a
soñar, imaginando una comunidad diferente, unas relaciones ideales que no son
otra cosa que unas relaciones adaptadas a mis necesidades y forma de ser, unas
relaciones que nos dejen ir gratis por la autopista, que nos eviten pagar el
peaje.
¡Cuánto nos cuesta aceptar con paz esas naderías que nos incomodan, esas
pequeñas manías de los demás que nos llegan a turbar al obsesionarnos con
ellas! Cuanto antes paguemos el peaje de la aceptación, antes podremos conducir
con alegría por la autopista, gozándonos de la meta que se acerca y
olvidándonos de las pocas monedas que hemos tenido que dar.
Es inútil que nos
engañemos y más vale que estemos prontos a pagar el peaje para poder disfrutar
de la autopista comunitaria.
Las relaciones humanas son siempre muy similares.
Somos muy poco originales. Más todavía, tendemos a generar los mismos modelos
de relación como si de un cuerpo humano se tratara. Podemos tener diferente
color de piel, ser más altos o más bajos, más o menos gordos, con nariz
puntiaguda o chata, con rasgos orientales, occidentales o andinos, pero siempre
tenemos dos manos, dos pies, dos ojos, una boca, etc. Y si algo nos falta,
tratamos de reconstruirlo o compensarlo.
Algo parecido le
sucede a la comunidad y a cualquier grupo humano que convive en relación. Todo
grupo genera por sí mismo tipos de persona muy parecidos.
Nos asemejamos a las
células madres, capaces de transformarnos en cualquier tejido para realizar
allí su misión. Cuando un determinado tipo de persona desaparece en un grupo
humano (el gruñón, el apocado, el nervioso, el mandón, el bondadoso, el trabajador,
el leguleyo, el original, el ecuánime, etc.), no pasa mucho tiempo en que otro
ocupa su lugar.
Eso sucede en todos los sitios, aún en las comunidades más
santas. No debemos soñar en grupos humanos donde no existan las formas de ser
que me molestan. En el fondo todas son necesarias para mantener el equilibrio
del conjunto. Por eso más nos vale pagar cuanto antes el peaje para disfrutar
de la autopista.
Ese peaje supone el
trabajo del propio corazón, si no queremos ir por la autopista con el freno de
mano echado. Afrontar con naturalidad esa realidad es muy importante. Ayuda a
mejorar las relaciones, a ser pacientes, a sobrellevar las debilidades de los
demás. La ayuda en carretera –corrección fraterna la llamamos- no es echar en
cara ni humillar.
Se puede avisar de los peligros y se puede ayudar a reparar
los desperfectos, para lo que el perdón y la misericordia son herramientas
indispensables en toda relación humana. Cuando una comunidad toma conciencia de
ello y sus miembros trabajan en ello, la comunidad experimenta una gran
transformación, aunque siga teniendo sus debilidades.
No estrechemos la
autopista con nuestra mezquindad, preocupados de exigir a los demás lo que
nosotros no damos, o mostrando nuestra insatisfacción por lo que nos molesta de
los demás. La corrección busca el bien del otro con amor. La insatisfacción
volcada en la crítica es el desagüe de nuestras aguas fecales.
Dejemos la
autopista en su anchura original para que puedan circular todos los vehículos
por ella, y no sólo los de nuestra marca. Que nuestra magnanimidad atraiga más
que ahuyente, sin que ello signifique permiso para saltarse las normas
comunitarias establecidas, supervisadas siempre por la corrección fraterna.
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