No podemos
evitarlo, experimentamos emociones. Tienen una función educativa y evolutiva en
nuestra vida. Pero una emoción intensa puede desencadenar un desequilibrio
emocional.
Ante
todas las emociones que podemos experimentar, las más intensas y duraderas son
las denominadas “negativas”, pero no por denominarse así son malas.
Experimentar una emoción negativa es una señal de alarma que nos advierte que
algo no va como deseamos.
Un
ejemplo es el miedo. Nuestra reacción es rápida, movilizamos una gran cantidad de energía
de tal forma que la respuesta puede ser más intensa que en condiciones
normales.
Las
preocupaciones imaginadas pueden desencadenar emociones muy intensas. La
preocupación en equilibrio es buena, es nuestra manera de buscar que puede ir
mal y cómo prevenirlo. Pero la preocupación descontrolada puede generar ansiedad, que es desproporcionadamente
intensa respecto al estímulo.
La ira es una de las emociones
más fuertes e intensas que podemos experimentar.
Es una emoción de
supervivencia, con ella aprendemos a defendernos ante situaciones que pueden
hacer daño, incluso nos anima a luchar ante una injusticia.
El
problema viene cuando la ira desencadena acciones de defensa tan fuertes que
puede desatar violencia. Por ello, es necesario conocer su origen y saber cómo
gestionarlo.
Aprender
a gestionar estas emociones es fundamental para poder consolidar una buena
salud mental.
Las emociones o sentimientos son parte de nuestra vida y nos
proporcionan la energía para resolver un problema o realizar una actividad
nueva. En definitiva, actúan como resortes que nos impulsan a actuar para
conseguir nuestros deseos y satisfacer nuestras necesidades.
Algunas de las reacciones fisiológicas y comportamentales que
desencadenan las emociones son innatas, mientras que otras pueden adquirirse.
Unas se aprenden por experiencia directa, como el miedo o la ira, pero la
mayoría de las veces se aprende por observación de las personas de nuestro
entorno.
Las emociones o sentimientos son parte de nuestra vida y nos
proporcionan la energía para resolver un problema o realizar una actividad
nueva. En definitiva, actúan como resortes que nos impulsan a actuar para
conseguir nuestros deseos y satisfacer nuestras necesidades.
Algunas de las reacciones fisiológicas y comportamentales que
desencadenan las emociones son innatas, mientras que otras pueden adquirirse.
Unas se aprenden por experiencia directa, como el miedo o la ira, pero la
mayoría de las veces se aprende por observación de las personas de nuestro
entorno.
Emociones como estas son parte de
la naturaleza humana. Nos dan información sobre lo que estamos viviendo y nos
ayudan a saber cómo reaccionar.
Sentimos las emociones desde que somos bebés. Los bebés y
los niños pequeños reaccionan ante sus emociones con expresiones faciales o con
acciones como reírse, dar un abrazo, o llorar. Sienten y muestran emociones,
pero aún no tienen la capacidad de darle un nombre a la emoción o decir por qué
se siente de esa manera.
A medida que crecemos, nos volvemos más hábiles al entender
las emociones. En lugar de reaccionar cómo reaccionan los niños, podemos
identificar lo que sentimos y ponerlo en palabras. Con el tiempo y la práctica,
nos volvemos mejores para descifrar lo que sentimos y por qué. Esta habilidad
se llama conciencia emocional.
La conciencia emocional nos ayuda a develar lo que
necesitamos y queremos (o no queremos). Nos ayuda a construir mejores relaciones.
Esto se debe a que el ser conscientes de nuestras emociones nos ayuda a hablar
claramente sobre nuestros sentimientos, evitar o resolver mejor los conflictos
y superar los sentimientos difíciles con mayor facilidad.
Algunas personas están naturalmente más en contacto con sus
emociones que otras. La buena noticia es que todos pueden ser más conscientes
de sus emociones. Solo hace falta práctica. Pero vale la pena el esfuerzo: la
conciencia emocional es el primer paso hacia la construcción de la inteligencia
emocional, una habilidad que puede ayudar a las personas a ser más exitosas en
la vida.
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