La mayoría de nosotros
anhelamos la estabilidad; no queremos despertar con la incertidumbre de ignorar qué nos va a deparar la
jornada.
Obviamente nunca lo sabemos del todo, pero cuando ya nos
hemos insertado en esa pareja permanente, ese trabajo fijo y ese
entorno consistente, al menos nuestro rango de novedades se reduce
notablemente.
Después de un tiempo llevando una vida estable, aparece en
el horizonte la sombra de la rutina. Cada día empieza a parecerse demasiado al
anterior y sin
apenas darnos cuenta, esto se convierte en un gran peso.
Es como si todo estuviera definido de antemano y no viéramos
forma de salir de ese círculo vicioso.
“Una vida sin colores”, ese es el nombre que podemos darle a
nuestra existencia cuando la rutina y la monotonía se apoderan del día a día.
Una vida de blancos y negros.
Si no tuviéramos hábitos, el
gasto emocional e intelectual de cada día sería enorme. En un
mes estaríamos listos para una clínica de reposo.
Las costumbres cotidianas nos
protegen de una eventual sobrecarga de decisiones. Hacen que las acciones que debemos
repetir diariamente no se conviertan en un problema, sino que sean un ítem
resuelto.
Eso está muy bien para aquellas actividades que garantizan
el correcto funcionamiento de nuestro cuerpo y nuestra mente.
Hay que comer, hay que dormir,
hay que lavarse, hay que ejercitarse. Es saludable que estas acciones se
repitan, ojalá a la misma hora todos los días. Nos ayudan a funcionar
adecuadamente.
Sin embargo, a veces no es solamente la hora de la cena lo
que se repite de forma idéntica cada día.
El hábito se vuelve inercia y
la inercia, anquilosamiento. Después de un tiempo
atrapados en esas costumbres, comenzamos a sentirnos como si estuviéramos
gastando la vida en lugar de vivirla.
Aun así, no estamos dispuestos a alterar nuestra rutina. El
precio de hacerlo puede ser muy alto. No se renuncia a un trabajo así como así;
ni se renueva el amor o la amistad simplemente con pestañear.
La palabra “rutina” viene de “ruta” y alude a esos caminos
trillados que seguimos recorriendo.
Rutina y “monotonía” son primas hermanas. Esta última indica
que caminamos a un solo ritmo. Es como si solo pudiéramos interpretar una
canción siempre en el mismo tono, sin subir o bajar, el mismo sonsonete.
Ambas, rutina y monotonía, conducen a un estado de ánimo en
el que no hay entusiasmo, ni interés genuino en
nada.
Esa uniformidad, esa falta de matices, termina por afectarnos
emocionalmente. Empobrece
nuestras vidas y no nos permite disfrutar, ni valorar lo que tenemos. También
reduce notablemente nuestra creatividad. Tu cerebro se acostumbra a no exigirse.
Introducir variedad en el día
a día no es tan
riesgoso, ni tan difícil como quizás lo supones.
Puedes empezar con lo más simple: tomar una ruta diferente
para ir a tu trabajo, o bajarte un par de calles antes y caminar hasta allí,
tratando de observar con cuidado lo que encuentras a tu paso.
Puedes proponerte hablar con alguna persona que ves todos
los días y a quien escasamente saludas. También puedes ensayar a leer un poema,
en un rato libre que te quede.
Intenta desconectarte de los aparatos tecnológicos un día o
al menos, una tarde. Observa el lugar en donde vives y piensa cómo podrías
organizar los muebles de una forma diferente.
Piensa en los pasatiempos que antes disfrutabas, o en esos
talentos que fuiste dejando en el camino. Quién sabe, tal vez te animes a
intentar recuperarlos.
El arte es una vía de lujo
para alterar cualquier rutina. Toda actividad artística va en
contra de lo rutinario por su propia naturaleza. Te invita a establecer un
punto de quiebre.
En menos tiempo del que imaginas, te vas a dar cuenta de que
también tus pensamientos y tus sentimientos comienzan a cambiar.
Notarás cómo el mundo tiene
muchas realidades en las cuales no habías reparado. Que hay lugar para la novedad, para la
sorpresa. Te sentirás mucho mejor y los colores habrán aparecido de nuevo en tu
vida.