La vida cotidiana o la vida de cada día, es estudiada por
las ciencias sociales en tanto producción y reproducción de sentidos y
valoraciones acerca de lo experimentado. La naturalidad con la que ella se
despliega la vuelve ajena a toda sospecha y amparada en su inofensivo
transcurrir selecciona, combina, ordena el universo de sentidos posibles que le
confieren a sus procedimientos y a su lógica el estatuto de normalidad.
Estilo de vida o forma de vida son expresiones
que se designan, de una manera genérica, al estilo, forma o manera en que se
entiende la vida; no tanto en el sentido de una particular cosmovisión o
concepción del mundo -poco menos que una ideología, aunque sea esa a veces la
intención del que aplica la expresión, cuando se extiende a la totalidad de la
cultura y el arte, como en el de una identidad, una idiosincrasia o un
carácter, particular o de grupo -nacional, regional, local, generacional, de
clase, subcultural, etc. Expresado en todos o en cualquiera de los ámbitos del
comportamiento (trabajo, ocio, sexo, alimentación, ropa, etc.)
Abordar lo que
llamamos vida cotidiana, implica vislumbrar los contornos de la subjetividad de
cada época. En los últimos años se han producido importantes cambios en la
subjetividad, y por lo tanto, en nuestra vida cotidiana.
Sin embargo, estas
transformaciones no son iguales para todos. Si bien el capitalismo ha
mundializado las formas en que modela las entrañas de nuestra existencia,
también es necesario señalar las diferencias, dependiendo de la pertenencia de
clase, generación y género, tanto como los lugares donde se desarrolla la
propia vida.
Pensar desde América Latina la transformación de los saberes
en la llamada “sociedad del conocimiento” debería implicar como requisito
contextualizador elucidar lo que eso significa en sociedades que son al mismo
tiempo “sociedades del desconocimiento”: el no reconocimiento de la pluralidad
de saberes y otras competencias culturales que comparten tanto las mayorías
populares como las minorías indígenas o regionales. Saberes y competencias que
ni la sociedad ni la propia universidad están sabiendo valorar e incorporar a
sus desactualizados mapas del “conocimiento”.
Lo que distingue a la sociedad en gestación no son, pues,
las nuevas tareas a que se dedica sino el haber colocado en su centro, en cuanta
fuerza productiva directa, a la cultura en su más profunda acepción: la
capacidad de procesar símbolos, es decir de conocer y de innovar.
El lugar de la cultura en la sociedad cambia cuando la
mediación tecnológica de la comunicación deja de ser meramente instrumental
para espesarse, densificarse y convertirse en estructural.
Pues la tecnología remite hoy no a la novedad de unos
aparatos sino a nuevos modos de percepción y de lenguaje, a nuevas
sensibilidades y escrituras. Radicalizando la experiencia de desanclaje
producida por la modernidad, la tecnología deslocaliza los saberes modificando
tanto el estatuto cognitivo como institucional de las condiciones del saber, lo
que está conduciendo a un fuerte emborronamiento de las fronteras entre razón e
imaginación, saber e información, naturaleza y artificio, arte y ciencia, saber
experto y experiencia profana.
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