“Lo más profundo que tengo, dijo un día Valery, ¿lo
más profundo que tengo? ¡La piel, mi piel!” Estas palabras son quizás un juego
de palabras muy profundo.
Si entendemos por “la
piel” la sensibilidad, es en efecto lo más profundo que tenemos. Somos
nuestra sensibilidad y nunca somos razón. La hermosa definición del “hombre,
animal racional” figura en los libros y no se inscribe en la vida. El
hombre no es un animal racional. Es sensibilidad, pasión, inmenso deseo,
formidable aspiración. Y por eso la música tiene una importancia tan grande en
la civilización.
En su Prometeo,
Liszt veía justamente en la música el elemento cultural por excelencia. La
música es lo que ordena nuestra sensibilidad. Nos hace convertirnos en música.
El milagro del orden tonal está en penetrar nuestra fisiología, armonizar
nuestras vibraciones sensibles, abrirnos a un espacio infinito, pero mediante
un consentimiento de todo el ser que, de un solo impulso se mueve hacia la
Presencia inefable que se siente tanto mejor cuanto que justamente la
sensibilidad es más comprendida y colmada.
Nada hay más catastrófico que la ignorancia de la
verdad de la sensibilidad. La sensibilidad es un ser vivo, un ser en pleno devenir,
un ser dotado de recursos magníficos, un ser en que pululan energías creadoras.
Se trata simplemente de ordenarla, abrirla y sosegarla. Y solo se la puede
sosegar comprendiéndola y colmándola.
Un día, en una diatriba peligrosa entre Gide y
Massis, con toda la intemperancia de su ardiente ortodoxia, dijo Massis a Gide:
“Su arte es demoníaco”. Y Gide respondió: “Claro, y no hay arte que
no lo sea”, es decir que en este caso la injuria fue recibida por una
sensibilidad viva que hace de la injuria una alabanza, que hace de la injuria
un programa de vida, justamente, y la revelación del verdadero artista: “Todo
arte es demoníaco”.
Cuánto más seguro es el matiz que encontramos en el Calígula de
Camus, que pone la omnipotencia del emperador al servicio de su locura, y Camus
lo hace afirmar que él es el dueño de todos y de todo, inventando las últimas
extravagancias, humillando cuanto puede a todos los seres que tiene en las
manos. Cuando su nodriza que lo ama y lo vio crecer, que conoce su temperamento
y que está al diapasón con su sensibilidad, es testigo de sus desbordamientos,
dice estas palabras magníficas: “¡Él tiene demasiada alma!”.
Demasiada alma, justamente, porque tiene demasiada
energía, demasiada grandeza, demasiado poder y no sabe qué hacer de eso, el
mundo es demasiado poco para él, y evidentemente, esas palabras eran las únicas
que podían tocar ese corazón apasionado, desencadenado, enloquecido por su
omnipotencia. Había que comprenderlo primero, abrirle un horizonte posible en
esas palabras que son una magnífica promoción: “¡Él tiene demasiada alma!”
Todas las músicas en fin de cuentas, tienen su
fuente en nuestra sensibilidad cuando se ordena y se abre por el encuentro con
el infinito. Y la primera música somos nosotros mismos, cuando todas las raíces
se hunden en la luz de Dios y todo el ser no es más que un impulso
armoniosamente orientado hacia el infinito. Por eso el gran poeta Patmore dijo
esas palabras dignas del más grande pensador: “Las virtudes no son sino
pasiones ordenadas, y los vicios, pasiones en desorden.”
No hay pues mayor error que el querer matar la
sensibilidad, mayor error que desconocer la dignidad de las pasiones. Es como
si se quisiera dañar el instrumento de un artista, so pretexto de que el
instrumento es algo material, mientras el arte es algo ideal. No hay música sin
instrumento: se trata simplemente de acordarlo para que vibre en armonía y
prolongue en la materia el sueño eterno del espíritu.
En todo caso, la experiencia muestra que ningún
consejo es útil si no puede ser dado por el ser mismo. Los consejos útiles son
los que cada uno puede darse a sí mismo, y los que uno no puede darse, solo son
peso para el alma, la oprimen, le imponen una camisa de fuerza que no le brinda
ayuda sino que la precipitan en el desorden, exasperando su secreto desconocido
y violado.
Hugo W Arostegui
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