He leído tratados y
más que ellos, lectura contada de experiencias vividas. Encontrándome en esta
“bendita” sociedad con una gama diversa de interpretaciones que nos
distancian de una postura similar en cuanto al concepto felicidad.
No es extraño,
desde Aristóteles, Séneca, Benito Spinoza, los hedonistas griegos, San Agustín,
Santo Tomás de Aquino y todos los filósofos de la historia, doctrinas y
personajes aconsejan muchas maneras acerca de asumir una felicidad de vida.
Sin embargo, toda
persona se casa con el interés ineludible de pasearse la existencia en el
sagrado destino de encontrar felicidad, que sin contar con una teoría clara de
ella, siente en alma y pasión los placeres de lo que entiende es su encanto
feliz.
El frenesí merma la
posibilidad de ser feliz, porque rotundamente pasajero abandona en
cuestión de segundos al individuo.
He visto en los
religiosos, en los espiritualistas, en confesiones tan disímiles como la misma
cultura de la humanidad, en fervorosos partidarios del socialismo,
del comunismo o de cualquier dogma político, sonreír y defender
ardorosamente sus ideales con tantas entereza que se tornan dispuestos a
alcanzar sus ideales a expensas de los mayores sacrificios.
"Así, en cada
individuo encontramos una apreciación e identificación de la felicidad que
dista de la del otro, atendiendo a su cultura, a sus ideales, credos, educación
o modelo familiar"
Esta es una especie
de antesala a lograr la supuesta felicidad que el hombre en todas las
latitudes persigue.
Unos lo hacen por
la libertad, donde no existe más que esclavitud; otros por la justicia, donde
aquella perece, y muchos luchando por ideales sagrados.
En fin, un sinnúmero de
personas clamando desesperadamente por el pan, por un empleo o por la educación
para todos. No hay límites, nadie ignora seguir la esperanza de que un día
tropezará con ese designio necesario e impostergable consubstancial del ser
humano, porque precisa para hacer de su existencia una vida y un entorno de
calidad.
La lucha suele
llegar en ciertas circunstancias a un paroxismo que enaltece la dignidad
y orgullo de quienes los soportan a veces con la muerte o la prisión.
El problema es que
cada cual mide, valora y busca una filosofía, una ruta u orientación existencial,
que no se compadece con la del otro.
En Dios la
encuentra los creyentes, toda vez que sólo Dios para ellos pródiga la felicidad
conforme a ciertos cumplimientos para la conquista de la divina felicidad, dada
en el cielo por la entrega a la obra de Dios y el seguimiento doctrinario al
libro sagrado, sea la Biblia, el Corán, o el Tao Te Ching.
En la cultura de los
pueblos queda signada la impronta de ritos, creencias y mitologías en la
plasmación de un ideal sagrado de felicidad terrenal y divino, no basta con
sólo encontrarla en el ámbito terrenal, apuran los seres humanos en
visualizarla más allá de este mundo, en otro mundo misterioso, ignoto y divino,
que Platón llamó “mundo ideal”, donde las cosas son auténticas y no
evanescentes, como en nuestro mundo pálido.
Cuando una
inclinación se hace con plena identificación con otro-a o algo que revolotea
constantemente en nuestro íntimo ser, ha surgido un amor que asume los
sentimientos más profundos, la voluntad de entrega, provocando felicidad en
quien lo engendra.
Ya Aristóteles, en
su texto Ética a Nicómaco, veía la política como el bien supremo, dado a que su
fin era producir el mayor bienestar público. Sentencia que no basta el
conocimiento para actuar correctamente, es necesaria la firmeza de carácter.
Sería muy útil que
los entregados hoy a la política y los negocios hagan una relectura del
Estagirista para que encaminen sus pasos hacia el bien común de la sociedad
donde ejercen su competencia y tomen conciencia de que el objetivo último de
ese oficio publico es la búsqueda de la felicidad del hombre. Pero no,
la
tendencia por apoderarse de los bienes materiales para provocarse deleite y
placeres; o que cada grupo o persona en desvarío persiga un tipo de inclinación
particular como modelo de felicidad. Ésta (la felicidad) ha de perseguir un
bien común, una ética que mueva el comportamiento humano conforme a ciertas
normas y reglas de convivencia y bienestar general.
Por eso, no
aconseja Aristóteles que depositemos en los jóvenes la confianza en las acciones
morales porque ellos no dan demostración por su carencia de experiencia y les
falta el tiempo como referencia de sus acciones. Así, en cada individuo
encontramos una apreciación e identificación de la felicidad que dista de la
del otro, atendiendo a su cultura, a sus ideales, credos, educación o modelo
familiar. Unos se comportan materialistas, otros espiritualistas, moralistas,
hedonistas o de postura equilibrada, aunque todos vibran por darse con la
felicidad anhelada.
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