En el mundo actual
la experiencia de la temporalidad ha sufrido una notable mutación, hasta el
punto de que podría hablarse de un ocaso de la misma.
Hemos perdido la
experiencia de la duración, de la demora, que ha sido sustituida por la
sucesión ininterrumpida de intensidades puntuales.
Todo ello es
consecuencia del triunfo de un modelo de vida en el que el tiempo es un
obstáculo, algo que se debe reducir al máximo hasta, de ser posible, hacerlo
desaparecer.
Así, de nuestro imaginario colectivo se ha eliminado la idea de
los proyectos a largo plazo, quedando ocupado su lugar por el cortoplacismo más
riguroso. Pero con un matiz importante: si el hombre contemporáneo se ha
quedado sin ningún popósito por
el que apostar, ha sido precisamente porque dispone de demasiados, lo cual ha
acabado por generar en él un atolondramiento esterilizador.
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