La polémica del velo islámico, recurrente como el Guadiana,
surge de tanto en tanto en sociedades con democracia liberal, y en los últimos
tiempos ha llegado a tal grado de virulencia en el país vecino que sus
dirigentes se han sentido obligados a promulgar una ley regulando, entre otras
cosas, su uso. En España algunas voces se han alzado pidiendo que se imite a
los franceses en algunas de sus propuestas, por entender que también aquí
aumenta la población musulmana y que las escuelas públicas no son
suficientemente laicas. Al hilo de la disputa urge recordar -creo yo- cuál es
el núcleo de la cuestión, y desde dónde conviene aportar orientaciones que sean
justas con la realidad social.
Y no sólo porque suele suceder con el tiempo que los lodos
vienen de polvaredas que se levantaron sin razón, sino porque actuar de acuerdo
con la naturaleza de la realidad social es de justicia. El problema se plantea
en países con democracia liberal, sean o no de tradición republicana, y se
plantea en ellos justamente porque el liberalismo político, si se lo toma en
serio, exige que todos los ciudadanos sean tratados con igual consideración y
respeto, que la vida compartida se articule de tal forma que no se sientan unos
tratados como ciudadanos de primera y otros como ciudadanos de segunda. Es
ciudadano aquél que es su propio señor junto a sus iguales en el seno de la
comunidad política, y esta noción de ciudadanía resulta ser revolucionaria:
exige asegurar a todos los ciudadanos una base de igualdad tal que les permita
llevar adelante sus planes de vida, siempre que no impidan a los demás hacer lo
propio; no cortarlos a todos por el mismo patrón, sino garantizar esa igualdad
cívica desde la que puedan desarrollar libremente sus proyectos vitales.
Ocurre, sin embargo, y aquí topamos a mi juicio con el nudo
gordiano de la cuestión, que la ciudadanía igual se puede entender al menos de
dos modos, según se interprete la idea de igualdad, como ciudadanía simple o
como ciudadanía compleja. De entenderla de una forma u otra se siguen
consecuencias incalculables. En el primer caso se trata a los ciudadanos como
iguales cuando se eliminan todas las diferencias de religión, cultura, raza,
sexo, capacidad física y psíquica, tendencia sexual, y nos quedamos con un
ciudadano sin atributos. Reconocer, por el contrario, una noción compleja de
ciudadanía implica aceptar que no existen personas sin atributos, sino gentes
cuya identidad se teje con los mimbres de su religión, cultura, sexo, capacidad
y opciones vitales, y que, en consecuencia, tratar a todos con igual respeto a
su identidad exige al Estado no apostar por ninguna de ellas, pero sí tratar de
integrar las diferencias que la componen.
Entender la ciudadanía al modo simplista implica esforzarse
por borrar las diferencias en la vida pública, mientras que entenderla como
compleja exige intentar gestionar la diversidad, articulándola. En lo que hace
a la religión en concreto, históricamente se han ido perfilando -a mi juicio-
tres modelos de Estado, dos de los cuales optan por el simplismo, por eliminar
diversidades que dificultan la gestión de la vida pública, y son el modelo
confesional y el laicista, mientras que el tercero asume que la realidad social
es compleja y como compleja hay que tratarla.
Es el Estado laico, que se esfuerza por gestionar una
sociedad pluralista. En efecto, el Estado confesional se compromete
oficialmente con una religión determinada, con lo cual quienes optan por ella
son tratados como ciudadanos de primera y los demás quedan relegados al papel
de ciudadanos de segunda. Pero lo mismo ocurre con el Estado laicista, aunque
en versión contraria, que se empeña en borrar de la vida pública cualquier
símbolo religioso, como si fuera algo obsceno que hay que recluir en la vida
privada, condenando a los creyentes de distintas religiones a la ciudadanía de
segunda división. Ciertamente, en España hemos vivido décadas de
confesionalismo y en los «Países del Este» vivieron décadas de laicismo, y la
experiencia no ha sido positiva en ninguno de los dos casos, porque ambos matan
la vida al intentar mutilar la diversidad de la realidad social.
Pero existe una tercera forma de Estado, el Estado verdaderamente
laico, que no apuesta por una religión determinada ni por borrarlas a todas de
la vida pública, sino que intenta articular institucionalmente la vida
compartida de tal modo que todos se sientan ciudadanos de primera, sin tener
que renunciar a la expresión de sus identidades. Es, creo yo, la forma de
Estado coherente con una sociedad pluralista, en que las gentes llevan el
bagaje de distintas culturas, lenguas, capacidades desde las que se
identifican, pero también de distintas religiones o de ninguna de ellas. Y
precisamente porque la identidad se teje desde la diversidad, el Estado laico y
la sociedad pluralista asumen como irrenunciable la cuidadosa construcción de
una ciudadanía compleja en lo que se refiere a las distintas dimensiones de la
identidad personal. Es ésta sin duda una tarea difícil y delicada, que precisa
tanto el concurso del Estado como el de la sociedad civil para llevarse
adelante con éxito.
Del Estado requiere neutralidad, no entendida como
distanciamiento de todas las creencias, sino como la negativa a optar por una
de ellas en detrimento de las demás, pero a la vez como compromiso activo en la
labor de articular de tal modo las instituciones públicas que todos los
ciudadanos puedan expresar serenamente su identidad. La sociedad civil, por su
parte, debería ir incorporando esa virtud central en el mundo pluralista que es
el respeto activo, el hábito de respetar activamente las creencias o no
creencias religiosas que, aunque no se compartan, sean respetables.
No todas las opciones son respetables, sí lo son las que
comparten los mínimos de justicia propios de una ética cívica, comprometida con
la igual dignidad de las personas. Privatizar las religiones y las distintas
morales no es la solución, porque las gentes tienen derecho a expresar su
identidad en público, siempre que no atente contra los mínimos de la ética
cívica.
Tampoco es buena consejera en este negocio la «heurística
del temor», la tendencia a agitar el espantajo del fundamentalismo para
reprimir cualquier expresión de fe religiosa, identificando «religión» con
«fundamentalismo» y tirando al niño con el agua de la bañera. Ni es de recibo
asustar al mundo occidental con la especie de que el musulmán trae convicciones
fuertes con las que nos van a avasallar, no por el valor de lo creído, sino por
la fuerza de la convicción.
Da la impresión de que más que a otra cosa tememos a nuestra
propia «falta de fe» en el valor de la dignidad personal, en la necesidad
urgente de proteger los derechos de todos los seres humanos. Más que a otra
cosa tememos a nuestra anemia en convicciones morales, que necesita dosis
ingentes de vitaminas. La tarea del orfebre, que intenta engarzar las piedras
con paciencia y esmero, es la que ha de asumir el Estado laico.
El respeto activo a quien piensa de forma diferente es la
virtud de una sociedad civil realmente pluralista. Pero también las religiones
tienen que hacer sus deberes, y en vez de intentar avasallar o presentarse como
armas arrojadizas, enterarse de una vez por todas que la opción de fe es
radicalmente personal, que nadie puede imponerla.
Que sólo desde la libertad puede invitarse a ella, como sólo
desde la libertad puede aceptarse.
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