Lo cierto es que ese sentimiento –mezcla de desolación,
congoja, incredulidad y una asombrosa sensación de desamparo– es lo que
experimentan gran parte de las personas al perder a un padre o una madre, sin
importar la edad.
Y la sensación se acrecienta al perder al segundo
progenitor, y saberse, de pronto, un adulto hecho y derecho, cabeza de familia,
último responsable.
Hay quienes dicen que la experiencia de perder a los padres
es la que nos catapulta –listos o no– a la verdadera madurez.
Psicólogos como Alexander Levy, autor de El adulto
huérfano, y Hope Edelman, autora de Motherless daughters (Hijas sin
madres), coinciden en que este tipo duelo –el de perder a los padres siendo
adulto– es el menos mirado, conversado y contemplado. Sin embargo, es el duelo
más común, el que todos –si tenemos la suerte de vivir lo suficiente– vamos a
enfrentar en algún momento. Sus consecuencias no son ni tan livianas ni
tan pasajeras como la sociedad parecería querer hacernos creer.
Levy se dedicó a investigar el tema al perder a sus propios
padres, con 50 años cumplidos, y tomar conciencia tras algunos arduos meses de
que el impacto de la pérdida le había dado vuelta la vida. En su libro, cuenta
que las personas que vienen a verlo en medio de este duelo siempre
expresan sorpresa ante la intensidad de sus sentimientos.
Según Levy el miedo,
el dolor, el desconsuelo, la culpa y la sensación de liberación forman parte
del abanico de emociones que despierta esta pérdida, y no hay ni un tiempo ni
un patrón determinado para atravesarlo. “Cada duelo es individual y sigue su
propio curso. Lo que más tranquiliza a mis pacientes es escuchar que todo esto
es normal y esperable, y no una forma de locura”, dice el analista.
La muerte de nuestros progenitores suele traer
aparejada la certeza de nuestra propia finitud. “Me di cuenta de que soy
el próximo en la lista”, es una de las frases que más escuchan los psicólogos
en estas circunstancias.
Curiosamente, este aspecto es el que suele resultar más rico
para la vida que espera del otro lado del duelo. El tomar conciencia de la
finitud de la vida terrenal suele funcionar como la alarma de un despertador.
No hay una eternidad para cumplir los sueños, tener hijos, decir eso que nunca
dijimos, cambiar o mejorar nuestra pareja.
Por eso, este jalón en la vida suele
funcionar como un rito de pasaje, detonando giros de ciento ochenta grados en
la vida de los hijos. “Quizá solo después de que mueren los padres pueden las
personas definir ‘qué van a ser cuando sean grandes’”, dice Levy.
Esta misma libertad puede traer culpa, como si nada bueno
debiera venir de una pérdida tan dolorosa.
Pero la verdad es que, al sacrificar
aquella parte de nuestra identidad que estaba asociada a la de nuestros
padres, se abre la posibilidad de ver quiénes somos de verdad.
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