Si todo lo que hacemos habitualmente lo tuviésemos que hacer
conscientemente, es decir, pensando en ello y decidiéndolo voluntariamente, es
posible que fuésemos un desastre, pues continuamente cometeríamos errores y
equivocaciones.
Las máquinas y los artilugios técnicos automáticos,
que trabajan todos ellos sin ningún atisbo de consciencia, son capaces de
ejecutar funciones con un grado extraordinario de eficacia. No sólo lo hacen
muy bien, sino que además no se equivocan nunca, salvo cuando se averían.
Afortunadamente, casi todo lo que hace el cerebro lo hace también de ese modo,
como un automatismo inconsciente. Nuestro organismo, como el de todos los
animales, incluye una gran cantidad de conducta refleja y automática,
controlada por el cerebro, de la que apenas nos percatamos. No obstante, nadie
debería imaginar esa actividad inconsciente como un algo interior e
independiente que controla misteriosamente nuestra conducta.
Los reflejos que tenemos y de los que nos valemos
continuamente para sobrevivir y comportarnos son automatismos biológicos,
es decir, automatismos que resultan de los abundantísimos y complicados
circuitos neuronales que tenemos en el cerebro y que son el resultado de
millones de años de historia evolutiva de los seres vivos. Nada hay pues de
misterio en su existencia.
El cerebro humano, además de crear y controlar los procesos
mentales y el comportamiento, se encarga también de controlar y regular el
funcionamiento del cuerpo. Durante 24 horas al día, 365 días al año y durante
toda la vida el cerebro se comporta como una audiencia cautiva de todo lo que
pasa en el interior del organismo.
Gracias al sistema nervioso autónomo y
vegetativo, el cerebro controla el funcionamiento de órganos y vísceras, como
el páncreas, el corazón o los riñones, lo que le permite regular funciones como
las digestivas y metabólicas de manera absolutamente inconsciente, es decir,
sin que nos demos cuenta de que lo hace.
El cerebro, entiéndase bien, no es quien hace la digestión,
ni quien distribuye la energía extraída de la alimentación a los diferentes
órganos del cuerpo, pero sí es quien, gracias a la información que tiene sobre
si falta o sobra energía en el cuerpo, envía señales reguladoras a
los diferentes órganos para activar o desactivar los diferentes procesos de la
digestión a conveniencia en momentos y situaciones diferentes. Controla, de ese
modo, el metabolismo energético.
Así, cuando hemos comido y estamos en
reposo la digestión activa su fase de absorción de nutrientes para recuperar
energía, pero cuando corremos huyendo de un peligro la digestión se desactiva
para derivar la energía corporal a los músculos que utilizamos para la carrera.
Igualmente, cuando caminamos o corremos el cerebro regula la contracción que
debe tener cada músculo en cada momento para asegurar su correcta secuencia de
activación haciendo que el ejercicio sea correcto sin que perdamos el
equilibrio y caigamos.
Del mismo modo, aunque podemos conducir, montar en
bicicleta, nadar, vestirnos o hablar una lengua, no somos conscientes de la información
almacenada en nuestro cerebro para poder hacerlo. Es cierto que podemos
explicar lo que hacemos para montar en bicicleta, es decir, tomando el manillar,
poniendo los pies en los pedales, etc. Pero esa información no la usamos para
hacerlo de verdad, cuando basta con montarnos y empezar a circular de modo
automático, sin ni siquiera pensar en ello. Son muchas las rutinas y los
hábitos de movimiento que podemos aprender y recordar de modo automático e
inconsciente, hasta el punto de que todas las cosas que hacemos o repetimos con
frecuencia acaban formando parte de nuestro acervo de procesamiento
inconsciente.
Además, muchas respuestas emocionales se adquieren de modo
inconsciente. Es por eso que en una determinada situación puede cambiar
inesperadamente nuestro estado de ánimo sin que sepamos por qué. La razón puede
estar en que esa situación fue anteriormente asociada de modo inconsciente a
algo negativo. Ese tipo de asociaciones inconscientes pueden influir también,
sin que nos demos cuenta, en nuestras decisiones y, aunque nos parezca extraño,
en nuestra manera de pensar y razonar. Más aún, cuando nos emocionamos el
cerebro ordena también cambios en el cuerpo de los que no nos percatamos, como
la liberación de adrenalina a la sangre desde las glándulas suprarrenales, o un
mayor flujo de sangre a los músculos esqueléticos. Eso hace que el organismo se
active para responder a la circunstancia que nos emociona, potenciando además
su recuerdo. Sorprendentemente también, y como veremos más adelante con mayor
detalle, durante el sueño el cerebro sigue trabajando inconscientemente para
fortalecer las memorias y reorganizar la información adquirida durante la
vigilia, extrayendo reglas y regularidades ocultas y haciendo inferencias, todo
lo cual podría estar en la base de los inexplicados fenómenos de la intuición y
la creatividad. Hasta podemos tener deseos y aspiraciones inconscientes, o poco
conscientes, pero eso ya es materia más especulativa.
Todo ello indica que el conocimiento almacenado en el
cerebro y sus mecanismos inconscientes influyen en nuestro comportamiento más
de lo que imaginamos.
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