domingo, 21 de octubre de 2018

Obsecuentes


Dante Alighieri no parece haber dudado cuando decidió colocar a los obsecuentes en el Infierno de su Comedia. Condenados a uno de los sacos más asquerosos de todo su paisaje infernal, el poeta italiano imagina a los aduladores mezclados, hundidos, confundidos ya con los desechos humanos, en una cloaca tan profunda que para ver en su interior hay que asomarse desde “la roca más saliente”. Por supuesto: a las heces se las oculta, se las tapa y entierra. Nadie quiere verlas ni olerlas, ni siquiera los demonios del infierno.

Está claro que el divino poeta siente un asco visceral por la obsecuencia y es por ello que se permite, en el Canto XVIII en el que aparecen los aduladores, variar la tonalidad de sus versos e incorporar palabras que provoquen estridencia y repugnancia. Por ejemplo: “Y a poco que empecé a observar atento, / vi a uno con tanta mierda en la cabeza, / que si era laico o fraile no comento” (*). Tan sumergido en excrementos está el adulador al que Dante y Virgilio observan que no pueden siquiera advertir si cuenta con todo su cabello o (muy probablemente) tiene la marca de la tonsura por ser miembro de la curia.

Cualquiera que haya atestiguado la lisonja y la sumisión irrestricta de un adulador o una aduladora, puede haber sentido la misma repulsión que el Dante. Quizá porque de todos aquellos con los que debemos convivir -en nuestras relaciones sociales y laborales- los obsecuentes sean los que más rápido entran en esa categoría que los argentinos, muy poéticamente, solemos llamar “excremento de persona”.

Pero ya Cicerón había advertido que los obsecuentes no existen porque sí: “Aquél que presta más oído a las lisonjas es el mismo que es más dado a halagarse a sí mismo y que más se deleita en su persona”.

Y, ciertamente, si bien quitamos la vista, asqueados, de los aduladores, casi nunca hacemos lo propio con los que se dejan rodear y “endulzar” con las palabras, actos y movimientos serpenteantes de esos que lamen sus calcetines para siempre obtener algo, sea lo que fuere.

Aquellos que se solazan o siquiera toleran a los que, bajo su dominio, se desviven por darles la razón, soban sus vanidades o acatan acríticamente sus decisiones -los adulados, al fin-, parece que tuvieran atrofiados los sentidos: anestesiados por las lisonjas que ciertas lenguas esparcen con azúcar (la imagen, por supuesto, es de la Divina comedia) no son capaces de advertir que los favores que devuelven a cambio de esa obsecuencia no sirven para otra cosa que para alimentar un mismo fermento putrefacto.

Quién sabe qué bolsa del infierno dantesco habrían ocupado los que viven y gozan con la lisonja. Acaso fuera otra letrina en la que se hundirían, sólo que esta vez llena de excreciones sin olor. Y, seguramente, no habría siquiera un lugar para asomarse y ver cuán llenas están de ese excremento sus cabezas.



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