martes, 16 de octubre de 2018

Equilibrio Emoción Razón


Ciertamente, los sentimientos tienen más fuerza de la que podemos imaginar y determinan la mayor parte de nuestra conducta. Elegimos a la pareja de la que nos enamoramos, aunque no nos convenga.

Nos empecinamos en nuestras opiniones y apuestas incluso cuando sabemos que no están justificadas. Criticamos el juego deportivo, el proyecto o la idea del rival, aunque sean estupendos. Votamos a quien nos cae bien, aunque no sea el mejor candidato en lid. Podemos ser incapaces de salvar la vida de una persona enferma negando la cesión del órgano del ser querido que acaba de fallecer, aunque sabemos que ese órgano en pocos días no será otra cosa que polvo inútil. Podemos llegar a sufrir, a odiar o a amar con intensidad inimaginable.

Las emociones influyen en nuestras reacciones espontáneas, en nuestro modo de pensar, en nuestros recuerdos, en las decisiones que tomamos, en cómo planificamos el futuro, en nuestra comunicación con los demás y en nuestro modo de comportarnos. Son críticas para establecer el sistema de valores, las convicciones y los prejuicios que guían nuestra conducta y determinan también nuestro comportamiento ético. Resulta, en fin, imposible separar el bienestar del estado emocional de las personas.

Es por ello, que el mal llamado "equilibrio emocional" no consiste tanto en victorias o imposiciones racionales, ni en la represión o el control de las propias emociones, como en el encaje o acoplamiento entre nuestras emociones y nuestro razonamiento, o sea, en un equilibrio entre diferentes procesos mentales. Cuando ese equilibrio no existe porque dominan los sentimientos, el pensamiento racional puede convertirse en una voz de la conciencia que no nos deja vivir. Sería el caso del enamorado infiel o el de quien triunfa plagiando o engañando. 

Ese pudo ser también, tal como sugería un editorial del diario El País, el motivo principal por el que el Nobel de literatura alemán Günter Gras decidió hace algún tiempo dar a conocer su antigua pertenencia a las juventudes de las SS nazis. Por el contrario, cuando domina la razón, los sentimientos pueden hacer lo propio, castigándonos del mismo o peor modo. Es el caso de quien elige la carrera profesional o la pareja sexual que lógica o supuestamente le conviene en lugar de la que verdaderamente le motiva.

Ocurre que en tales circunstancias no nos sentimos bien hasta que, dándole vueltas al asunto que nos ocupa, logramos convencernos a nosotros mismos de que nuestro sentimiento es aceptable porque tiene una base racional. O hasta que, razonando, generamos una nueva emoción ajustada a nuestra lógica que suplanta al sentimiento perturbador e indeseable. De ese modo, quien sienta remordimiento por haber sido infiel se consolará pensando que su pareja también pudo serlo en el pasado o que no le quiere lo suficiente, y quien no gane una elección política podrá recuperarse de su disgusto cuando descubra que no es el único perdedor o perciba las ventajas de volver a su habitual y quizá menos problemática profesión. 

En ambos casos, el resultado viene a ser que el estado emocional negativo, a veces insoportable, producto del desequilibrio, pierde fuerza. Pero para que el equilibrio logrado se traduzca en bienestar es necesario además que los sentimientos finalmente alcanzados sean positivos, pues los negativos, como la frustración, la envidia o el odio, aunque sean justificados, pueden ser inevitables, pero rara vez reconfortantes para quien los experimenta.


La razón, como decimos, sirve sobre todo para generar nuevas emociones que puedan suplantar los sentimientos que ya tenemos o también, ciertamente, para potenciarlos al evocar viejas memorias relacionadas o suscitar argumentos añadidos en una espiral creciente de autoafirmación emocional. 

Emoción y razón son procesos mucho más inseparables de lo que solemos creer. No podemos convertirnos en seres que anulan o aparcan sus sentimientos. Sólo la inmadurez cerebral o la enfermedad pueden originar seres o comportamientos puramente emotivos o puramente racionales y sólo el equilibrio emoción-razón garantiza el bienestar de las personas.

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