“Para conseguir el amor de otros, primero debes amarte a ti mismo”.
Apuesto a que has escuchado cientos de veces esta frase. Y no se discute. Es
una de esas verdades de a puño que sería imposible controvertir y rebatir. Amarnos a nosotros mismos es
condición fundamental para amar a los demás.
El problema de ese mandato es que da claramente un qué, pero
ninguna pista sobre cómo. No es tan simple como tomar la decisión: “Perfecto. A
partir de ahora voy a amarme a mí mismo. Y desde mañana, que me amen los
demás.” Tener una buena relación contigo mismo puede ser un asunto que escapa a
tu voluntad.
Lo que sí puedes ver nítidamente en tu vida son los efectos de esa
falta de amor propio. Especialmente en el terreno de la pareja,
que es donde afloran nuestros conflictos más íntimos. Es ahí donde solemos
sentirnos más vulnerables y más desorientados.
Si no están bien ajustadas las tuercas de la estima propia,
probablemente tiendas a ser enamoradizo. Aparentemente, Cupido se ensaña contigo. Dispara
su flecha con cualquier desconocida que ves por ahí. “Amor a primera vista”
dices tú, cuando sientes latir el corazón con fuerza al ver a ese extraño ser que
te roba la atención.
El encanto que emana de esa persona desconocida es probablemente
para ti como una promesa. El augurio de una dicha desconocida
hasta ahora para ti. Ese sentimiento puede llegar a ser muy fuerte y, aun así,
falso. Quizás haya atracción genuina. Pero mientras no cruces la frontera que
separa la fantasía del encuentro real con la otra persona, no pasa de ser una
ilusión.
Si te ocurre con frecuencia, no lo dudes: lo que hay en el fondo
es un asunto por resolver contigo mismo, no con Cupido. Tu actitud
habla de una carencia. Es tan fuerte que en un punto pierdes el sentido de las
proporciones y te conformas con llenar ese vacío aunque sea con una mentira.
Este tipo de fantasías se presentan con frecuencia en
quienes ya traen una historia de amores fallidos. “Amores perros”, de esos que
dejan dentelladas y cicatrices en el alma y no pocas veces también
en el cuerpo. Amores, o supuestos amores, que traen a tu vida muchos más ratos
amargos que momentos de plenitud.
Ese es el punto precisamente: la nada. La carencia. Ese lugar que
quedó vacío para siempre, quizás debido a necesidades afectivas que no fueron
satisfechas durante la niñez. Por
eso puedes sentir que el vacío,
la ausencia, esa “nada”, es un sentimiento intolerable. De lo que no te das
cuenta es de que justamente carencias es lo que hay tras todas esas peleas,
esos disgustos, esas escenas de gritos y reclamos.
Si encuentras un compañero/a dispuesto a
compartir contigo esa pequeña tragedia cotidiana, seguramente se han enganchado
juntos precisamente porque tienen un problema similar. También esa persona
busca desesperadamente vínculos que le ayuden a evadir sus carencias. A aplazar
la tarea de reconciliarse consigo mismo, con su historia.
Ese tipo de relaciones son las más difíciles de terminar, precisamente porque se
edifican sobre la carencia afectiva. Acabar con esos vínculos es
caer en el abismo de soledad que la relación encubre. “Peor es nada”, dices
para tus adentros.
Mejor que de una vez por todas decidas ser bueno contigo
mismo. Que aprendas a reconocer esas trampas con las que tú mismo vuelves
imposible tu avance. Recuerda que la vida es un pestañeo.
No vale la
pena dedicarla a fantasías o a tormentos que, lo sabes en el fondo,
finalmente solamente te dejarán nostalgia por el tiempo inútil que invertiste
en ellos.
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