El término inteligencia fue introducido por Cicerón para
significar el concepto de capacidad intelectual. Pero su definición ha sido una
cuestión compleja y polémica, si bien habitualmente se la concibe como la
aptitud para entender, asimilar, elaborar y procesar información utilizándola
adecuadamente, estando muy ligada a otras funciones mentales, como la
percepción, o capacidad de recibir tal información, y la memoria, o capacidad
de almacenarla.
La inteligencia se asimila a la capacidad de razonar, planear,
resolver problemas, pensar de manera abstracta, comprender ideas y lenguajes, y
aprender, tanto de aciertos, propios y extraños, como de errores. Así pues,
inteligente es aquel que sabe escoger, lo cual le permite elegir las mejores
opciones para resolver una cuestión.
La astucia, en cambio, se encuentra relacionada con la
sagacidad, la sutileza, el ardid, la treta, la artimaña y la habilidad para
engañar o evitar el engaño y lograr un objetivo. El astuto se convence a sí
mismo y tiene siempre a mano una añagaza para lograr un propósito. Pero el
hecho de demostrar petulancia, vanidad o terquedad lo aproxima a la necedad. El
astuto viene a ser un ignorante que no sospecha de sí mismo creyéndose
prudente, cuerdo y de buen juicio, con lo que se acerca a la noción de mentecato.
Estas reflexiones resultan pertinentes cuando se está en las
tareas del Gobierno, y de ahí la necesidad de actuar con inteligencia y sentido
ético, reconociendo deficiencias y sabiendo enfrentarlas con racionalidad.
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