Risto Mejide
Comienzo a escribir esta entrada sintiendo un aleteo incómodo en la punta de la lengua. Me ha pasado ya en alguna otra ocasión. Signo inequívoco de que quizás esté comenzando algo que no sé qué sensación me dejará una vez lo termine. Como quien con suma cautela, desempaqueta el regalo de reyes dejado por la persona que en 100 años no ha acertado ni una sola vez. Y ahí estás tú, apretando el estómago, palpando el paquete, sonriendo de todo a cien, confiando en que no se note demasiado la desilusión acumulada. Pensando en que te va a tocar otra vez cambiar algo que no querías por algo que no quieres o tal vez como en los últimos años, relegarlo al olvido.
En definitiva, queriendo acabar el trámite antes de empezar.
Todo empezó ayer por la noche tras ver por segunda vez una película estremecedora que hace poco más de un año tuve la oportunidad de descubrir en el festival de cine de Gijón, The invitation. Una película incómoda, que exige prestar atención desde el minuto uno. Un guión genialmente tramposo en el que todo importa y nada sobra. Una tensión calma que te hace preguntarte cómo aún no pasando nada puedes estar sintiendo la llegada de la catástrofe.
No pretendo contaros la película, sí os recomiendo verla, especialmente a los que estáis interesados en lo que algunos llaman la «nueva religión del siglo XXI» o la filosofía de la autoayuda. Sí quiero contaros la reflexión que me trajo tanto la primera vez que la vi como en esta ocasión y que tiene que ver con esa frase tan bonita y a la vez tan ingenua (al menos para mí lo es) que dice que el dolor es inevitable, el sufrimiento opcional. Digo que es bonita porque lo cierto es que es pura poesía. Digo que es ingenua porque la negación del dolor y lo que el dolor provoca, sufrimiento, no se puede meter debajo de una alfombra sin pretender que la alfombra acabe pareciendo un sombrero, como si fuera una ilustración de El Principito.
Pero que no cunda el pánico, no esperes que este post sea un valle de lágrimas, nada más lejos de mi intención. Hoy el día está pintado de naranja aunque haya amanecido gris. Quizás ese sentimiento de entusiasmo me haya empujado sin yo saberlo, como sucede con casi todas las decisiones que tomamos, a abordar este tema desde el lugar que pretendo. Pero para empezar, necesito hacer algo y es modificar la frase en cuestión. Yo me he permitido construirla a mi medida y el resultado es este: El dolor es inevitable, el tiempo que te permites sufrir por ese dolor lo decides tú.
Hace tiempo que dejé de regodearme en la pena, hace tiempo que ya no le pongo ojitos al sufrimiento buscado, exacerbado, aquella devastación interna para mi era promesa de un alma tan atractiva como atormentada. Los infelices que deciden serlo como una pose o elección de vida ya no me ponen, lo siento. Y no negaré que hay belleza en el tormento y la tristeza porque lo cierto es que la hay. Pero yo sólo la percibo cuando actúa como un puro impulsor que te llevará a otro lugar mejor. Algo momentáneo, algo endiabladamente efímero, algo que ha aparecido para que descubras que existe que tiene su momento, pero que mejor no quedarse ahí para siempre. La permanencia, la eternidad es lo que va pudriendo todo, supongo que eso ya lo sabes.
Ese es el instante en el que uno decide dejar de sufrir, pero porque irremediablemente ya ha sufrido. Sí, lo ha hecho, sin opción porque no la hay. Ha permanecido por un tiempo en ese estado y entonces decide no estar más. Así que, que ninguna frase bonita me diga que uno elige sufrir, que no me digan que los que no podemos evitar el sufrimiento somos más idiotas o más cobardes o menos capaces que los que no sufren porque lo cierto es que el no sufrimiento no existe. Y esto es lo que viene a contar la película. Lo que existe es el engaño, lo que existe es la boa bajo la alfombra, que un día estalla como en la peor de las pesadillas.
Y nos guste o no, hay sufrimientos que no se van a ir, aunque quieras. Aunque te gustaría ponerle fecha de caducidad o darle boleto como al invitado que lleva demasiado tiempo instalado en casa. Hay sufrimientos innegociables como puede ser la pérdida de un hijo y de esto habla la película. Yo no he perdido a un hijo. Pero mis padres, sí. Con eso se vive y se pueden pintar los días de naranja y de malva y ponerle purpurinas a las tardes de domingo. Y sacar la fuerza necesaria para ser dos en uno, el que decide ser arcoiris aún sabiendo que una parte de sí mismo nada en tinieblas.
Y esa es la verdadera victoria sobre el sufrimiento. En realidad, esa es la verdadera victoria sobre la vida. Y esas son el tipo de personas que ahora me fascinan. Las que han sabido dar cabida y espacio a todo pese a todo. Las que no renuncian al sufrimiento pero deciden no instalarse en él, las que tampoco reniegan de sufrir y deciden acoplarlo a sus días como a un figurante en escena. Alguien dijo en alguna ocasión que ser feliz es una muestra de inteligencia. Como ya he llegado hasta aquí me voy a permitir darle también una vuelta a esta frase; aprender a vivir integrando la vida misma es una muestra de sabiduría.
Y una sociedad empeñada en ocultar el dolor y en buscar mil y un subterfugios para mostrarnos nada más que el lado brillante de la vida, es una sociedad ingenua, naíf y falsaria, condenada a vivir en un parque temático que erizaría la piel al mismísimo Huxley.
No te pierdas esta película, y si quieres, una vez la hayas visto, me comentas que te ha parecido y si a ti te ha inspirado en relación al sufrimiento algo parecido a lo que me ha inspirado a mi.
Gracias por seguir ahí.
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