De alguna extraña manera, parece que hemos acordado entre
nos-otros, que no podría ser tan fácil, que no bastaría únicamente con ser,
pues: ¿cómo no iría a ser un poco más difícil? ¿cómo no se trataría de
alcanzar, o de lograr algo?, ¿cómo no habría algo más que obtener? o, ¿que
superar?, ¿que trascender? Y la pregunta en el fondo es precisamente por qué
habría de ser tan difícil. ¿Por qué hemos creado una narrativa en la que la
vida se trata de luchar por cambiar las cosas? ¿por llegar a algún otro lado,
siempre distinto al que nos encontramos? A menos que en el fondo estemos
eligiendo que sea así, no existe otro motivo por el cual debamos vivir en
función de arreglar o alcanzar algo, ni de llegar a ningún lado.
Es importante reconocer de dónde viene entonces la sensación de
que nunca es suficiente, de que siempre podría ser mejor, o siempre podría
haber un poco más, (tan sólo hay que esforzarse y luchar.) Pues en ese proceso
sacrificamos la posibilidad de habitar este momento tal cual es. Y al
menospreciar el presente, menospreciamos también el regalo de estar vivos,
simplemente vivos.
Y aunque resulte hasta cierto punto ¨saludable¨ contar con un
horizonte hacia el cual dirigirnos, entramos en conflicto con la realidad muy
frecuentemente cuando confundimos el destino, y preferimos llegar a él, por
encima del viaje y del recorrido: con todos los tropiezos que éste trae
consigo, sus idas y venidas, sus ciclos que a veces parecen repetitivos, y por
supuesto, los desvíos del camino.
Hace falta que nos preguntemos quiénes somos nosotros para saber
mejor que la vida cómo han de ser las cosas, y dejemos de imponer a la
naturaleza, nuestra particular manera de ver y de entender lo poco que sabemos
sobre ella.
Hemos desviado nuestra mirada hacia fuera, olvidando quiénes somos
y lo absurdo que resulta medirnos y compararnos unos a otros, cuando sabemos en
el fondo, que cada uno tiene su camino, más aún, su destino.
Si nuestro horizonte a alcanzar no es fruto de un trabajo interior
dedicado y comprometido a descubrir y desvelar nuestro potencial como
individuos, como es natural, perdemos el foco y lo volcamos afuera: tomamos
como referencias ideales de excelencia, perfección, éxito, etc. según nos lo
muestra el mundo y su cultura, la sociedad, la educación, o incluso la
religión. Así es como caemos en la trampa y entramos en el juego de la
comparación: de la imitación y de la envidia.
Mientras sigamos buscando afuera la medida de nuestra valía, al
ponerla en perspectiva con el valor que percibimos que tienen, ganan o
pierden los demás, estaremos condenados a vivir conforme a parámetros
ajenos a la singularidad de nuestra naturaleza. Ya no se tratará de
descubrirnos directamente a nosotros mismos, movilizando y expresando el
potencial de nuestra singular manera de ser en la realidad, sino de forzarnos a
convertirnos en algo o en alguien, que se supone debe igualar o superar a otros
en cualquiera que sea nuestra referencia de estima o de valía: el conocimiento,
el dinero, el estatus, el desarrollo espiritual, o cualquier otro campo en
donde la apariencia nos tiente a sobresalir.
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