lunes, 13 de enero de 2020

Nuestro Intelecto

Wallace y Darwin en el p roblema del intelecto humano.

La Teoría de la Evolución de las Especies, tal y como la enunció Charles Darwin, sirvió para despejar una serie de misterios sobre la naturaleza y fue revolucionaria por eso.

Sin embargo, precisamente por hacer saltar por los aires un montón de ideas ilógicas que antaño se daban por sentadas, abrió la compuerta a un aluvión de nuevas preguntas sobre el mundo.
Es lo que tienen las revoluciones, incluso las científicas, que después de destrozarlo todo, hay que volver a construir con calma y laboriosidad. 

Uno de los problemas más complejos al respecto, se dieron en el viejo problema del intelecto humano. 

Antes de Darwin, la situación estaba clara: el intelecto era una manifestación del alma, y el alma era un don de Dios. Después de Darwin, empero, cabía la siguiente pregunta: ¿puede haber surgido el intelecto humano meramente por evolución?
Charles Darwin y Alfred Russell Wallace, que por vías separadas habían los dos arribado a una Teoría de la Evolución consistente, y que estaban de acuerdo en muchas cosas, se enfrentaron aquí: mientras que Darwin, cristiano por salvar las apariencias y en el fondo agnóstico convencido, se inclinaba por una respuesta positiva (el intelecto humano es producto de la evolución), Wallace, irónicamente evolucionista a ultranza... se inclinaba por la negativa (¡el intelecto humano es creación de una potencia superior!). ¿Qué había ocurrido allí?

Lo que pasaba era un desafortunado cruce de dos ideas distintas. En primer lugar, se enfrentaban dos concepciones distintas de la evolución. Resulta irónico que se asocie a Darwin tanto con la selección natural, y en realidad sea Wallace el más fundamentalista en la materia. 
Para Wallace, la selección natural lo era todo, mientras que Darwin admitía la posibilidad de que existieran otros mecanismos evolutivos aparte de la selección natural (de hecho, el tiempo le dio la razón, aunque la selección natural sigue siendo probablemente el mecanismo evolutivo más importante de todos). 

En el fondo, había también una línea de fisura más profunda: Wallace entendía que cada adaptación tendía a producir una mejora, y el resultado era siempre, por lo tanto, una criatura "mejor". 
Esta idea estaba muy en consonancia con el optimismo decimonónico según el cual el mundo siempre "marchaba hacia adelante", por decirlo así, pero Darwin estaba en desacuerdo.

Para Darwin, una adaptación no necesariamente implicaba una "mejora" de la criatura como un todo, sino que simplemente mejoraba sus oportunidades de reproducirse y propagar sus propios cambios (quizás esta idea repugnara profundamente a Wallace y los suyos, prisioneros del puritanismo sexual del victorianismo decimonónico).

Por otra parte, estaba el racismo decimonónico. Alfred Russell Wallace había pasado muchos años de su vida viviendo en Indonesia (desarrolló su propia Teoría de la Evolución independiente basándose en sus observaciones de la flora y fauna de Indonesia, así como Darwin hizo lo propio a bordo del Beagle y en sus observaciones posteriores en su invernadero de Inglaterra), y estaba convencido de que todos los seres humanos eran iguales. 
Se requería de valor para afirmar esto en una época en que muchas personas respetables opinaban que la raza europea era biológicamente superior a todas las demás, pero esto le jugó a Wallace una mala pasada. 
Porque Wallace observaba, eso sí, que la cultura europea era con mucho, muy superior a la de muchos nativos. Wallace señala, con la encantadora jerga racialmente condescendiente del siglo XIX: "La selección natural sólo podría haber dotado al hombre salvaje de un cerebro en mínimo grado superior al de un mono, mientras que por el contrario posee uno que es poco inferior al de un filósofo". 

¿Para qué diablos querían los "salvajes" un cerebro tan grande y voluminoso como el que tenían, equiparable a los sesos de un europeo caucásico de toda la vida, si es que su cultura era tan ínfima, su horizonte de vida tan reducido, y su arte tan primitivo? 

La conclusión de Wallace era obvia: habían recibido cerebros grandes y capaces en previsión de que, en un futuro, aquellos nativos deberían llegar a usarlo. Pero entonces, la selección natural no tendría absolutamente nada que ver en aquello, porque ésta sólo produce adaptaciones útiles para responder a las presiones del medio ambiente, según la visión de Wallace. ¿Cómo salir de semejante callejón sin salida?

La solución de Wallace: "La inferencia que yo haría a partir de esta clase de fenómenos es que una inteligencia superior ha dirigido el desarrollo del hombre en una dirección específica y con un propósito específico".

Listo: Alfred Russell Wallace había llegado a la conclusión de que Dios mismo había creado el intelecto humano, apenas disfrazada por la expresión "inteligencia superior". Y sin embargo, estaba equivocado en un punto de su razonamiento.

Porque olvidaba algo que Darwin tenía muy claro: las adaptaciones no surgen para atender a una determinada función. 

En vez de ello, las adaptaciones surgen al azar, y las que mejor se presten para la supervivencia son las que prevalecen... sin que dicha adaptación se ajuste necesariamente como un guante a la necesidad que resuelven. Así, una adaptación que resulta útil para una determinada función, puede más adelante resultar útil para otra función diferente. 

El cerebro humano resultó útil para que los primitivos humanos pudieran cazar mamuts y osos cavernarios, pero no surgió exclusivamente para eso, sino que quienes desarrollaron tales cerebros quedaron en mejor posición para dicha caza, sobrevivieron... y sus descendientes descubrieron que ese mismo cerebro podía servir, además, para otras nobles funciones, tales como componer sinfonías o inventar la penicilina. 

He aquí el error elemental de Wallace, error nacido, eso sí, de su propia honestidad científica y de sostener ideas que eran valientes para su época.

Con permiso para reproducir, siempre y cuando se enlace adecuadamente con un link a http://vidacotidianitica.blogspot.com


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