La Teoría de la Evolución de las Especies, tal y como la enunció Charles
Darwin, sirvió para despejar una serie de misterios sobre la naturaleza y fue
revolucionaria por eso.
Sin embargo, precisamente por hacer saltar por los aires un montón de
ideas ilógicas que antaño se daban por sentadas, abrió la compuerta a un
aluvión de nuevas preguntas sobre el mundo.
Es lo que tienen las revoluciones, incluso las científicas, que después
de destrozarlo todo, hay que volver a construir con calma y laboriosidad.
Uno de los problemas más complejos al respecto, se
dieron en el viejo problema del intelecto humano.
Antes de Darwin, la situación estaba clara: el intelecto era una
manifestación del alma, y el alma era un don de Dios. Después de Darwin,
empero, cabía la siguiente pregunta: ¿puede haber surgido el intelecto humano
meramente por evolución?
Charles Darwin y Alfred Russell Wallace, que por vías separadas habían
los dos arribado a una Teoría de la Evolución consistente, y que estaban de
acuerdo en muchas cosas, se enfrentaron aquí: mientras que Darwin, cristiano
por salvar las apariencias y en el fondo agnóstico convencido, se inclinaba por
una respuesta positiva (el intelecto humano es producto de la evolución),
Wallace, irónicamente evolucionista a ultranza... se inclinaba por la negativa
(¡el intelecto humano es creación de una potencia superior!). ¿Qué había
ocurrido allí?
Lo que pasaba era un desafortunado cruce de dos ideas distintas. En primer lugar, se enfrentaban dos concepciones distintas de la evolución. Resulta irónico que se asocie a Darwin tanto con la selección natural, y en realidad sea Wallace el más fundamentalista en la materia.
Lo que pasaba era un desafortunado cruce de dos ideas distintas. En primer lugar, se enfrentaban dos concepciones distintas de la evolución. Resulta irónico que se asocie a Darwin tanto con la selección natural, y en realidad sea Wallace el más fundamentalista en la materia.
Para Wallace, la selección natural lo era todo, mientras que Darwin
admitía la posibilidad de que existieran otros mecanismos evolutivos aparte de
la selección natural (de hecho, el tiempo le dio la razón, aunque la selección
natural sigue siendo probablemente el mecanismo evolutivo más importante de
todos).
En el fondo, había también una línea de fisura más profunda: Wallace
entendía que cada adaptación tendía a producir una mejora, y el resultado era
siempre, por lo tanto, una criatura "mejor".
Esta idea estaba muy en consonancia con el optimismo decimonónico según
el cual el mundo siempre "marchaba hacia adelante", por decirlo así,
pero Darwin estaba en desacuerdo.
Para Darwin, una adaptación no necesariamente implicaba una "mejora" de la criatura como un todo, sino que simplemente mejoraba sus oportunidades de reproducirse y propagar sus propios cambios (quizás esta idea repugnara profundamente a Wallace y los suyos, prisioneros del puritanismo sexual del victorianismo decimonónico).
Por otra parte, estaba el racismo decimonónico. Alfred Russell Wallace había pasado muchos años de su vida viviendo en Indonesia (desarrolló su propia Teoría de la Evolución independiente basándose en sus observaciones de la flora y fauna de Indonesia, así como Darwin hizo lo propio a bordo del Beagle y en sus observaciones posteriores en su invernadero de Inglaterra), y estaba convencido de que todos los seres humanos eran iguales.
Para Darwin, una adaptación no necesariamente implicaba una "mejora" de la criatura como un todo, sino que simplemente mejoraba sus oportunidades de reproducirse y propagar sus propios cambios (quizás esta idea repugnara profundamente a Wallace y los suyos, prisioneros del puritanismo sexual del victorianismo decimonónico).
Por otra parte, estaba el racismo decimonónico. Alfred Russell Wallace había pasado muchos años de su vida viviendo en Indonesia (desarrolló su propia Teoría de la Evolución independiente basándose en sus observaciones de la flora y fauna de Indonesia, así como Darwin hizo lo propio a bordo del Beagle y en sus observaciones posteriores en su invernadero de Inglaterra), y estaba convencido de que todos los seres humanos eran iguales.
Se requería de valor para afirmar esto en una época en que muchas
personas respetables opinaban que la raza europea era biológicamente superior a
todas las demás, pero esto le jugó a Wallace una mala pasada.
Porque Wallace observaba, eso sí, que la cultura europea era con mucho,
muy superior a la de muchos nativos. Wallace señala, con la encantadora jerga
racialmente condescendiente del siglo XIX: "La selección natural sólo
podría haber dotado al hombre salvaje de un cerebro en mínimo grado superior al
de un mono, mientras que por el contrario posee uno que es poco inferior al de
un filósofo".
¿Para qué diablos querían los "salvajes" un cerebro tan grande
y voluminoso como el que tenían, equiparable a los sesos de un europeo
caucásico de toda la vida, si es que su cultura era tan ínfima, su horizonte de
vida tan reducido, y su arte tan primitivo?
La conclusión de Wallace era obvia: habían recibido cerebros grandes y
capaces en previsión de que, en un futuro, aquellos nativos deberían llegar a
usarlo. Pero entonces, la selección natural no tendría absolutamente nada que
ver en aquello, porque ésta sólo produce adaptaciones útiles para responder a
las presiones del medio ambiente, según la visión de Wallace. ¿Cómo salir de
semejante callejón sin salida?
La solución de Wallace: "La inferencia que yo haría a partir de esta clase de fenómenos es que una inteligencia superior ha dirigido el desarrollo del hombre en una dirección específica y con un propósito específico".
Listo: Alfred Russell Wallace había llegado a la conclusión de que Dios mismo había creado el intelecto humano, apenas disfrazada por la expresión "inteligencia superior". Y sin embargo, estaba equivocado en un punto de su razonamiento.
Porque olvidaba algo que Darwin tenía muy claro: las adaptaciones no surgen para atender a una determinada función.
La solución de Wallace: "La inferencia que yo haría a partir de esta clase de fenómenos es que una inteligencia superior ha dirigido el desarrollo del hombre en una dirección específica y con un propósito específico".
Listo: Alfred Russell Wallace había llegado a la conclusión de que Dios mismo había creado el intelecto humano, apenas disfrazada por la expresión "inteligencia superior". Y sin embargo, estaba equivocado en un punto de su razonamiento.
Porque olvidaba algo que Darwin tenía muy claro: las adaptaciones no surgen para atender a una determinada función.
En vez de ello, las adaptaciones surgen al azar, y las que mejor se
presten para la supervivencia son las que prevalecen... sin que dicha
adaptación se ajuste necesariamente como un guante a la necesidad que
resuelven. Así, una adaptación que resulta útil para una determinada función,
puede más adelante resultar útil para otra función diferente.
El cerebro humano resultó útil para que los primitivos humanos pudieran
cazar mamuts y osos cavernarios, pero no surgió exclusivamente para eso, sino
que quienes desarrollaron tales cerebros quedaron en mejor posición para dicha
caza, sobrevivieron... y sus descendientes descubrieron que ese mismo cerebro
podía servir, además, para otras nobles funciones, tales como componer
sinfonías o inventar la penicilina.
He aquí el error elemental de Wallace, error nacido, eso sí, de su
propia honestidad científica y de sostener ideas que eran valientes para su
época.
Con permiso para reproducir, siempre y cuando se enlace adecuadamente con un link a http://vidacotidianitica.blogspot.com
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