Una de las consecuencias más penosas de estar sometidos a este fenómeno
de manera constante es que ya lo hemos naturalizado al punto de no registrarlo.
Caminar por una vereda rota es tan normal como no tener alumbrado público o
como haber suprimido de nuestra conciencia la pureza de un tren delantero en
estas calles.
Más triste aún: cuando ya nos
acostumbramos a caminar por una ciudad de estas características, lo hacemos
mirando para abajo. Por las dudas.
Eso hace que no veamos el rostro
de nuestro vecino, o que nos llamen tanto la atención algunas de las cúpulas de
ciertos edificios emblemáticos en los que no reparamos porque nunca levantamos
la vista.
Por eso, una vereda rota dice
mucho más que esa alteración estructural que se observa en la superficie.
Habla de desidias compartidas, de
desintereses comunitarios, de lo poco que nos importa el otro, de la
indiferencia que nos produce tropezar en una ciudad en la que se vive a los
tumbos.
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