¿Es el hombre la culminación de la evolución cósmica? Algunos
visionarios de nuestra época lo niegan apasionadamente. Según ellos, el ser
humano sólo significa un eslabón provisional e imperfecto dentro de una cadena
ascendente que todavía no ha llegado a su final. Este final se encuentra más
allá del hombre, por encima del hombre. El siglo XXI dará un salto cualitativo
en el dominio de una tecnología cuasi-mágica y permitirá —¡al fin!— transcender
al ser humano. Tal es el sueño de los transhumanistas.
Por supuesto, todo esto suena a película de Hollywood y a ciencia
ficción. Y, sin embargo, el lobby transhumanista presenta en sus
filas partidarios completamente respetables. Sin ir más lejos, en nuestro país
un autor tan conocido como Eduardo Punset defiende una visión del hombre y de
su futuro que exhibe numerosos puntos de coincidencia con las tesis
transhumanistas.
Al fin y al cabo, ¿no ha dado ya el ser humano todo lo que puede dar?
Así lo consideran Marvin Minsky, Ray Kurzweil y otros gurúes norteamericanos
del transhumanismo, para quienes la nanotecnología y la biotecnología habrán de
conducir, dentro de pocas décadas, al interfaz hombre-máquina, piedra angular
del mito transhumanista. No ser ya sólo hombres, sino hibridaciones entre
hombre y máquina, entre hombre y ordenador. Liberarnos —al menos parcialmente—
de las servidumbres que nos impone la biología.
Ampliar nuestras capacidades psíquicas y sensoriales. Explorar todo el
espectro de los estados alterados de conciencia. Experimentar sensaciones antes
nunca conocidas por el género humano. ¿Quién no se sentiría atraído por tales
perspectivas? Tanto más cuanto que el hombre, tal y como ha existido hasta
ahora, parece incapaz de abandonar ese fango de egoísmo, vulgaridad y violencia
en el que anda chapoteando desde tiempo inmemorial.
Como es evidente, desde un punto de vista humanista, e incluso desde el
simple sentido común, sería fácil efectuar una indignada crítica contra tales
desvaríos: que si son síntomas de un nihilismo mal disimulado, que si vamos al
Mundo Feliz de Huxley, que si Hitler va a triunfar con un siglo de retraso en
su lucha por crear al Superhombre. Sin embargo, el transhumanismo —como todo
mito, como toda idea que logra fascinar al espíritu humano— contiene una parte
de aspiraciones legítimas.
Es decir: la humanidad experimenta hoy un intenso deseo de
autosuperación y el anhelo de “empezar una nueva época”, una etapa radicalmente
distinta dentro de su historia milenaria.
Cambiar desde la raíz el ambiente de nuestra cultura, nuestros hábitos
de vida, el régimen íntimo de unas existencias individuales que se han
acostumbrado a respirar en una atmósfera de conformismo desencantado. Librarse
de la Matrix omnipresente que hoy nos atrapa y salir al fin de la caverna
platónica, para contemplar la verdadera realidad. Y los transhumanistas han
sabido captar precisamente este aspecto del Zeitgeist actual: los
hombres de nuestra época aspiran a vivir en un mundo lleno de aventura y de
misterio, diametralmente opuesto a esta gris rutina de existencias vacilantes y
desnortadas que hoy conocemos. Sin embargo, y como sucede tantas veces, se
acierta aquí en el fin, pero se yerra —y de una manera decisiva— en los medios.
Y es que, en efecto, por sí misma la tecnología —ni siquiera la tecnología
“mágica” con la que sueña el transhumanismo— es incapaz de reeencantar el
mundo. A mediados del siglo XIX, los entusiastas del progreso predecían,
extáticos y exultantes, un siglo XX poblado de máquinas fantásticas que
convertirían el mundo en un lugar “emocionante” y “maravilloso”. La máquina
volante —nuestro avión— era entonces el paradigma de lo fascinantemente
futurista; y aún más el proyectil que, como imaginó Verne, nos llevaría hasta
la Luna. Ahora bien: hoy en día, miles de aviones surcan cada día nuestros
cielos, y hace décadas que conquistamos nuestro satélite; pero, aun así,
seguimos bostezando. Seguimos haciendo ricas a las multinacionales
farmacéuticas que nos proporcionan nuestra imprescindible ración de
antidepresivos. La melancolía es la seña de identidad del Occidente
posmoderno. Ergo: es obvio que nos estamos equivocando en algo decisivo.
También se equivocan, desde luego, los transhumanistas. Necesitamos —es
cierto— un nuevo entusiasmo, una nueva frontera, un nuevo impulso que nos
devuelva la ilusión y la alegría. Ahora bien: este impulso no provendrá de la
tecnociencia (¡que no es execrable en sí misma, de ningún modo!), ni de
los kennedys y obamas de turno. Porque la única energía que
puede renovar la faz del mundo procede del núcleo más íntimo de lo real.
De la centella más interior del espíritu humano: más allá incluso
de nosotros mismos. Donde todo recobra su aspecto más auténtico y maravilloso.
Donde la vida humana vuelve a convertirse en lo que nunca debió haber dejado de
ser: una fiesta llena de alegría. Donde descubrimos con estupor que aquí mismo,
junto a nosotros, existe —ocultada por nuestra torpe mediocridad— otra forma de
vivir y de construir el mundo.
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