El tener buenas intenciones en el fondo no es difícil, lo complicado es
llevarlas a la práctica; nos excusamos a nosotros mismos y lo justificamos con
la falta de tiempo, el trabajo, los problemas, la salud y un sinfín de
contratiempos que nos impiden llevarlas a cabo, pero en el fondo es la pereza
mental la que nos limita, porque nos hemos acomodado a una sociedad que, muy a
nuestro pesar, es egoísta e individualista.
Las buenas intenciones están en nuestros corazones; cualquier acto
altruista y desinteresado que realicemos para beneficio de los demás o de
nosotros mismos es una demostración de nuestros buenos propósitos y, por
pequeños e insignificantes que parezcan, es muy gratificante, nos hacen
sentirnos importantes y útiles, además de ser una manera de afianzarnos como
seres humanos y sentirnos integrados y aceptados por los demás.
No dejemos que la desidia y la indiferencia nos conviertan en personas
vacías, no pospongamos nuestras intenciones en el tiempo, y seamos consecuentes
con nuestros propósitos. Quizás, si nos lo proponemos con firmeza,
podamos llegar a conseguirlo y hacer de ese mar de intenciones una realidad
palpable.
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