Nuestra diversidad
cultural, que abarca desde la concepción hasta la producción de productos
audiovisuales, desde el espectáculo vivo hasta los nuevos medios de
comunicación, desde la edición hasta las artes visuales, es una diversidad
creadora. Genera empleos e ingresos, lleva consigo identidades y referencias
colectivas, y contribuye, de esa forma, en nuestro mundo globalizado, a la
cohesión social y a la autoestima.
En esta doble
índole, económica y cultural, radica el gran mérito de los bienes y servicios
culturales. Es una especificidad que responde a la creciente demanda de
políticas más integradas, capaces de incluir al mismo tiempo las dimensiones
económicas, sociales y ambientales del desarrollo.
La cultura no es una
mercancía más, y este principio reconocido en el plano internacional por la
Convención sobre la Protección y Promoción de la Diversidad de las Expresiones
Culturales, aprobada en 2005, es el hilo conductor para elaborar estrategias de
desarrollo más innovadoras y más sostenibles.
Vivimos en la era
de los límites -límites de nuestros recursos, límites de nuestro planeta- y
nuestra respuesta debe consistir en liberar el recurso renovable más poderoso
con que contamos, la inteligencia y la creatividad humanas.
Nuestra diversidad
cultural es un estímulo para la creatividad. Invertir en esta creatividad puede
transformar a las sociedades. Nos incumbe desarrollar en los jóvenes la
educación y las competencias interculturales para mantener viva la diversidad
de nuestro mundo y aprender a obrar juntos, en la diversidad de nuestras
lenguas, culturas y religiones y generar así el cambio.
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