Lentos, rápidos, pesados, suaves, torcidos, derechos… y
algunos son tan marcados que la huella es profunda y aunque pasen
lluvia o viento, de lugares lejanos no puede borrarse.
En
ocasiones, cuando corremos, llevamos música y sólo escuchamos esa canción de
fondo que suena, preparada de manera concienzuda para los momentos más
difíciles. Música que a veces te aísla de todo lo que estás sintiendo, pero
¿qué ocurre cuando la música cesa? Cuando solo escuchas el sonido del aire, el palpitar del corazón y cómo tus pies avanzan.
Buscan la posición perfecta o adecuada para pisar…
Empiezas a tomar conciencia del cuerpo, de tus músculos y si
cierras los ojos por un segundo, todo comienza a tener olores, que se
impregnan en la ropa, en tu piel. Sientes la humedad de la naturaleza o la calidez
del sol y el cuerpo deja paso a la mente, para que viaje a ese lugar al que sólo puedes ir tú.
Las fantasías más insólitas vives, los sueños más deseados vuelven y, de
nuevo, recuperas a ese niño que a veces perdemos. Dejamos
que la vida adulta que nos imponemos nos sature: evitamos los charcos y nos
colocamos protección total para no quemarnos.
Planchamos nuestros pelos, usamos zapatillas ultra modernas,
queremos las mejores tecnologías y aun así, la sonrisa no llega a nacer de
dentro; sin embargo, en mitad de la naturaleza, donde no existe nada más que tú
y ese paisaje hermoso que grita, te sorprendes a ti mismo sonriendo sin saber por
qué, con la cara empapada de sudor, con la ropa llena de barro, con el alma
mucho más limpia y una voz que te recuerda….“somos nuestros pasos”.
Tú decides como quieres pisar.
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