Somos adictos a "tener razón", pero quedar
cautivos de nuestras opiniones es una trampa
Escuchar a los demás es prueba de empatía y respeto, claves
para crecer y estar en paz
La
mayoría de nosotros creemos que podemos cambiar lo que los
demás piensan; de otro modo, no pasaríamos tanto tiempo en la vida dándole
vueltas a “qué opinan los demás de nosotros” y tratando de mejorar su juicio
sobre nuestra persona.
Eleanor Roosevelt dijo: “Nadie puede hacer que te
sientas inferior si tú no lo permites”. Esta afirmación pone el foco de
atención hacia nosotros mismos y no en los demás; por ello, quizá el único
pensamiento que precisa ser cambiado es la creencia de que “los demás deberían pensar
diferente”.
Querer tener razón es la enfermedad crónica
de la humanidad, seguramente una de las causas que han enfrentado más a las
personas, las naciones y las religiones organizadas del planeta. La posesión de
las personas por sus propias ideas es siempre una causa de sufrimiento. El
problema, al consistir las creencias en “posesiones mentales” no visibles, ha
sido buscar la solución a nuestras diferencias tratando de cambiar a los demás
antes que examinar la causa real de los conflictos (la necesidad de tener
razón).
En demasiadas ocasiones comprobamos cómo querer imponer
nuestras razones y opiniones a los demás nos cuesta caro. Tal vez logremos
desautorizar las ideas de alguien, pero al final acabamos con una razón más y
un amigo menos. ¿Vale la pena? Seguramente no. El resultado es que querer estar
siempre en posesión de la verdad consume una gran cantidad de energía y tiempo
que nos impide disfrutar de los demás y de la paz mental de saber que en el
fondo todos tenemos nuestra propia lógica.
¿Es mejor tener razón a toda costa antes que ser feliz? Que
cada uno responda esta pregunta con sinceridad.
La perspectiva materialista o newtoniana del universo nos
conduce a cosificar todo
con lo que entramos en contacto, ya sea algo material o inmaterial. Incluso lo
no material, como un pensamiento, acaba tomando forma y se convierte en objeto
de conflicto. Así, una idea o una creencia se acaban convirtiendo en una
posesión, una propiedad,
algo que debe ser defendido para que no perezca.
Todo pensamiento consciente, repetido durante un tiempo, se
convierte en un programa mental invisible.
Con el tiempo acumulamos opiniones, creencias, que pasan a conformar lo que
llamamos identidad
construida o
ego. Si alguien agrede esas posesiones mentales, en realidad es como si lanzara
un ataque personal, porque confundimos pensamiento e identidad. No parece
sensato confundir lo que somos con lo que pensamos, pero esto no lo tienen tan
claro quienes se aferran a sus creencias con desesperación.
Tener opiniones es normal, también tener gustos y
preferencias… pero que esas ideas y predilecciones le tengan a
uno cautivo o secuestrado es una trampa. El libre pensamiento es una conquista
humana, pero la libertad de opinión se convierte en una desventaja cuando las
posiciones mentales impiden abrirse a nuevas perspectivas o puntos de vista que
no concuerdan con las propias.
La pregunta ¿somos nuestras creencias? se responde con un
rotundo no.
Desde luego, tenemos convicciones, pero en esencia no somos lo que pensamos; a
un nivel profundo y esencial, nuestras opiniones no pueden definirnos. Pero
llegar a esta claridad no es sencillo ni rápido. De hecho, los conflictos del
mundo son tanto disputas por pertenencias materiales (cosas) como por
posesiones inmateriales (ideales). Cuando entendemos que tenemos una
mente y la usamos, pero que no somos esta, nos liberamos de su contenido y nos
autoexcluimos de cualquier conflicto y, por tanto, sufrimiento.
El disgusto que sentimos ante las ideas que no nos son
afines es proporcional al grado de apego que tenemos a las propias (o la poca
disponibilidad para cambiarlas por otras). Cuanto más apego tenemos a una
creencia, más disgusto sentiremos cuando nos enfrentemos a las contrarias. Es
fácil deducir que no es la idea del otro lo que nos causa molestia, sino
nuestro rechazo a aceptar puntos de vista diferentes. No es su creencia el
problema, sino nuestra posición contraria a ella.
Para llevar todo lo anterior a la práctica sirve recordar
que cada vez que alguien exprese una creencia alejada de las propias, y ello
genere un cierto disgusto, podemos preguntarnos: “¿qué está sucediendo ahora en
mi mente?”. Y “¿en qué parte de mi cuerpo siento el rechazo?”. No se trata de
cambiar nada, sino simplemente de observar lo que sucede. La observación desapegada
y neutral hará posible la aceptación.
Disponemos de una técnica para aceptar comportamiento y
creencias ajenas, y se llama asertividad. Consiste en no reaccionar al
pensamiento o comportamiento de los demás de forma vehemente, pero sí con
autorrespeto y autoestima. Es decir, no adoptando una actitud defensiva o
agresiva (ambas son el mismo error), sino reafirmando y expresando la posición
personal sin tratar de imponerla al otro.
Y una palabra final: escuche. Escuchar con interés a las
personas, aunque lo que digan esté en contra de la propia opinión, es la prueba
máxima de la empatía, el respeto y la aceptación, claves todas ellas para la
paz en el mundo. Escuchar a los demás les hace sentir valorados, entendidos,
importantes.
Tal vez eso sea todo lo que necesitan de verdad, y al conseguirlo
podría ser que renunciaran a imponer sus opiniones y creencias.
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