miércoles, 1 de enero de 2020

Ser Sensible

“Lo más profundo que tengo, dijo un día Valery, ¿lo más profundo que tengo? ¡La piel, mi piel!” Estas palabras son quizás un juego de palabras muy profundo.

Si entendemos por “la piel” la sensibilidad, es en efecto lo más profundo que tenemos. Somos nuestra sensibilidad y nunca somos razón. La hermosa definición del “hombre, animal racional” figura en los libros y no se inscribe en la vida. El hombre no es un animal racional. Es sensibilidad, pasión, inmenso deseo, formidable aspiración. Y por eso la música tiene una importancia tan grande en la civilización.

 En su Prometeo, Liszt veía justamente en la música el elemento cultural por excelencia. La música es lo que ordena nuestra sensibilidad. Nos hace convertirnos en música. El milagro del orden tonal está en penetrar nuestra fisiología, armonizar nuestras vibraciones sensibles, abrirnos a un espacio infinito, pero mediante un consentimiento de todo el ser que, de un solo impulso se mueve hacia la Presencia inefable que se siente tanto mejor cuanto que justamente la sensibilidad es más comprendida y colmada.

Nada hay más catastrófico que la ignorancia de la verdad de la sensibilidad. La sensibilidad es un ser vivo, un ser en pleno devenir, un ser dotado de recursos magníficos, un ser en que pululan energías creadoras. Se trata simplemente de ordenarla, abrirla y sosegarla. Y solo se la puede sosegar comprendiéndola y colmándola.

Un día, en una diatriba peligrosa entre Gide y Massis, con toda la intemperancia de su ardiente ortodoxia, dijo Massis a Gide: “Su arte es demoníaco”. Y Gide respondió: “Claro, y no hay arte que no lo sea”, es decir que en este caso la injuria fue recibida por una sensibilidad viva que hace de la injuria una alabanza, que hace de la injuria un programa de vida, justamente, y la revelación del verdadero artista: “Todo arte es demoníaco”.

Cuánto más seguro es el matiz que encontramos en el Calígula de Camus, que pone la omnipotencia del emperador al servicio de su locura, y Camus lo hace afirmar que él es el dueño de todos y de todo, inventando las últimas extravagancias, humillando cuanto puede a todos los seres que tiene en las manos. Cuando su nodriza que lo ama y lo vio crecer, que conoce su temperamento y que está al diapasón con su sensibilidad, es testigo de sus desbordamientos, dice estas palabras magníficas: “¡Él tiene demasiada alma!”.

Demasiada alma, justamente, porque tiene demasiada energía, demasiada grandeza, demasiado poder y no sabe qué hacer de eso, el mundo es demasiado poco para él, y evidentemente, esas palabras eran las únicas que podían tocar ese corazón apasionado, desencadenado, enloquecido por su omnipotencia. Había que comprenderlo primero, abrirle un horizonte posible en esas palabras que son una magnífica promoción: “¡Él tiene demasiada alma!

Todas las músicas en fin de cuentas, tienen su fuente en nuestra sensibilidad cuando se ordena y se abre por el encuentro con el infinito. Y la primera música somos nosotros mismos, cuando todas las raíces se hunden en la luz de Dios y todo el ser no es más que un impulso armoniosamente orientado hacia el infinito. Por eso el gran poeta Patmore dijo esas palabras dignas del más grande pensador: “Las virtudes no son sino pasiones ordenadas, y los vicios, pasiones en desorden.”

No hay pues mayor error que el querer matar la sensibilidad, mayor error que desconocer la dignidad de las pasiones. Es como si se quisiera dañar el instrumento de un artista, so pretexto de que el instrumento es algo material, mientras el arte es algo ideal. No hay música sin instrumento: se trata simplemente de acordarlo para que vibre en armonía y prolongue en la materia el sueño eterno del espíritu.


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