La soberbia es un exceso de estimación propia (pero si es
excesiva muy probablemente es compensatoria, por lo tanto es falsa).
La soberbia
hace que uno sea su propio dios, su propia ley, su propio juez y su propia
moral. Produce envanecimiento, engreimiento y la devaluación de los otros.
La soberbia es la causa principal de la mayor parte de las dificultades humanas
y el principal obstáculo para el verdadero crecimiento. Ésta es resultado de la
perspectiva perfeccionista, porque de ella proviene el autorrechazo que yace
bajo esta fachada de seguridad.
Contraria a la soberbia está la humildad, como “sentido de
realidad”, que se puede definir como “reconocer nuestro justo valor”.
Implica valorar nuestro ser, es decir, apreciar el valor de ser, y no
vanagloriarnos por nuestros logros, como tampoco devaluarnos por nuestros
fracasos.
Para Santa Teresa la humildad es “la verdad”. La persona que dice la
verdad es veraz, y para ser veraz es necesario ser auténtico, honesto con uno
mismo y con los demás. Por lo tanto ser humilde es admitir mis defectos y limitaciones,
así como mis cualidades, con sinceridad, honradez, con rectitud y con
integridad ante mí mismo y ante los demás. Renunciar a la aspiración de
perfección, es encaminarnos a la virtud de la humildad. Al aceptar sus límites,
al aceptarse imperfecto, no queda otro remedio que desarrollar la humildad.
La indigencia nos ayuda a
encarnar virtudes como: humildad, compasión, caridad, fortaleza, fe y valentía.
La humildad eleva al ser humano:” sólo el hombre grande se puede hacer
pequeño”. Resulta muy difícil alejarnos de la soberbia y encarnar la humildad.
Pero ¿cómo se puede encarnar humildad, cuando “La
cultura se vuelve propulsora rígida del concepto del no límite, con su
antropología, su psicología, sus objetivos de educación y sus
terapias que lo invitan a la excelencia con
una ética y espiritualidad en función de la perfección“?
Ésta
contradicción de la Cultura con su propia naturaleza, sólo logra enfermar al
ser humano.
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